por Luis Báez
Varias
punzadas que le recorrieron el cuerpo como lombrices eléctricas lo
hicieron sentir
súbitamente desdichado. El calor y la demasiada presión de aquella
noche no prometían mejoría. Agotado, se dejó caer sobre el sillón
de la sala. Buscó el control entre los cojines y apretó play.
El DVD empezó a correr. En la pantalla
de menú seleccionó los comentarios en inglés.
Adelantó
las imágenes del Orange Bowl, del público, de los ricos y famosos
que entraban con sus puros caros, sus trajes elegantes y mujeres
bellísimas colgadas del brazo, hasta que aparecieron los
comentaristas hablando sobre la pelea, sobre las posibilidades, de
entrada inimaginables, de un combate entre tan grandes boxeadores;
uno, un peleador sublime que dilataba la belleza del deporte hasta lo
imposible, una máquina exquisita y letal; el otro, un tornado de
inminente aniquilación. Los dos (él mismo tan joven que ni se
reconocía) saliendo por el pasillo y subiendo al cuadrilátero.
Empezó a correr el primer round.
Poco
antes que la campana terminara con el primer asalto adelantó la
pelea hasta el treceavo. Lo dejó correr. Cuando en la pantalla
empezaba el catorce, se tomó de un trago de lo que le quedaba de
Gran Reserva en el vaso. Acomodó el puente de sus anteojos
rectangulares sobre su tabique. Inclinó el cuerpo un poco hacia la
pantalla, y miró con atención.
“Una,
dos izquierdas”, pensaba, “solamente está midiendo. Todavía
podría ser cualquiera de los dos”. Su mente y su mirada, que
vagabundeaba por los pliegos de Plycem del cielo raso, regresaron a
la figura de los dos peleadores en la pantalla: uno, dos, tres... La
defensa del tricampeón sucumbía mientras Pryor inauguraba su obra
maestra.
De
su mente desapareció, por un segundo, el brillo rectangular de la
pantalla y fue sustituido por un círculo profundo, un brillo que se
movía al fondo de su ánimo. U brillo y reflejo de oscuridad entre
la oscuridad. “Un anillo”, pensaba Alexis, “no un ring.
Bueno, sí, allá en Miami sí. A ring.
A bowl...
the Orange Bowl”.
Recordó una noche distante, la de la pelea contra Mancini. “Are
you ok? I love your father!”, se
recordó diciendo. Y pensó en su propio padre. “Yo amo a mi padre,
a pesar de todo. The most valuable thing
you have, Mancini”.
Cuatro, cinco, seis... siete, pasó por arriba.
“Lo
único valioso que tengo”, pensó ante la gran pantalla de cristal
líquido pensando en sus hijos... “soy lo único valioso que ellos
tienen también”. Los golpes caían como una lluvia de adoquines.
“No hay defensa. Ya no puede ser cualquiera de los dos. Él era
bueno, de verdad que era peleador increíble”, se decía Alexis en
la sala iluminada por la luz oscilante del televisor “de verdad que
perdí ante el mejor. Not like that kid
Mancini, me dijo aquella vez, durante
el pesaje. Aunque, la verdad es que yo también vine de la calle. Eso
sí no me gustó, que me dijera que él nació en la calle, sin
zapatos. Same thing happened to me.
Pero eso sí, no teníamos nada pero teníamos zapatos porque mi papa
los hacía. Cebollón, así lo conocían en el barrio”. En la
pantalla, Pryor lo mandaba hacia las cuerdas y Alexis bajaba la
mirada, tal vez porque se quería ver destrozado, como hace mucho no
lo hacía, o quizá recordó el comentario sobre los zapatos.
Algo
así como que el sexto golpe de los veintitantos fue el que lo hizo
retroceder hasta las cuerdas. Su zapatos, y él los vio,
trastabillaron torpemente desde el centro hasta el borde del
cuadrilátero, como dos palomas heridas a las que uno ya tiene
rodeadas y está a punto de cazar.
“Tendría
yo ¿qué? ¿seis años? Yo lo miraba entre lágrimas. No comprendía,
entonces él era tan fuerte. No se rindió”.
Cuando
rebotó contra las cuerdas, los ojos se le cerraron por un segundo
que comprendía una gran área blanca, o lechosa, un segundo que no
era tiempo ni espacio, un segundo que era nada, y por tanto, era
eterno. La última imagen era la de aquel negro de piedra, una
verdadera ave de caza destrozándolo sin piedad. Por reflejo, levantó
inútilmente la defensa. Ya ni los contaba...¿Diescisiete, quince,
veinte?
De
pronto imaginó lo que su padre pudo haber visto desde aquel pozo en
el que una vez se intentó matar. No entendía por qué. No pensaba
en otra cosa. “Y qué iba a ver. Nada. Negrura líquida
revolviéndose en la oscuridad”.
Pryor
lo destruía, Alexis hace rato había perdido la conciencia.
“No
hay mejor lugar para morir. A ver, ¿cuál hubiese sido su última
visión? Un túnel muy oscuro con una luz al final, y su cuerpo
muriendo entre algo líquido. Agua, lodo, mierda. ¿No es eso la
muerte?”
Echó
una larga y oscura mirada a la habitación. No miraba la habitación.
Miraba su vida, en un segundo, todos los hechos superpuestos y
alternándose. Ya al final, la campaña, los del partido, la gente de
los barrios. Campeón, lo llamaban otra vez. Él realmente le quería
regresar algo a esa gente, los recibía todos los días en su
oficina. “Esta es mi última gloria. Lo tenía en el cuarto round,
pero necesitaba aprender esa lección”...
Sobre
la caja del DVD se desmoronaba el último cerrito de coca. La levantó
y se la puso sobre las rodillas. 23 golpes y Alexis estaba en el
suelo. “Clase pelea”, pensó. Presionó el botón de menú,
y puso los comentarios en español. La campana volvía a anunciar el
primer round. Con el filo de su cédula arrastró el cerrito de coca
y aró tres surcos blancos, el título del DVD quedó descubierto:
Arguello vs. Pryor. 1982, The Orange Bowl, Miami.
“Sí,
mi padre quiso morir ahí, en un bowl, en un ring... en un pozo,
pues. No, él no hablaba inglés. Realmente quería morir. Realmente
no sabía si había agua o no al fondo del pozo. Que había agua fue
lo que lo salvó. Probablemente solo había escuchado que la gente
así se mataba. Todos oímos el agua revolverse de repente. No me
pareció increíble. En realidad el hombre se sentía solo. Agobiado
de tantas responsabilidades. Digo, ocho hijos en esa situación, no
es cualquiera. Tenía derecho a echarse sus tragos con sus amigos.
Ocho hijos”. Alexis levantó su mano izquierda y la puso ante su
rostro. Vio la cicatriz. Vio a sus siete hermanos sentados a la mesa.
Vio su propia mano izquierda tratando de alcanzar un segundo trozo de
carne e inmediatamente el brillo plateado del tenedor de su hermano
que se ensartaba en su palma la traspasaba.
“Y
cuando llamamos a los bomberos y seguía vivo. Puta, eso es
determinación. Ellos le tiran una silla amarrada a una cuerda para
sacarlo del pozo al que se acaba de tirar y ¿qué fue lo que él
hizo? Soltó
el mecate de la silla y lo volvió a
amarrar alrededor de su cuello. Bueno,
trépenme, gritó desde el fondo”.
Entonces,
Alexis era un niño que esperaba ver a su padre emergiendo del pozo,
tranquilamente sentado a la silla, como un rey de las cloacas. Un
gran alivio luego de semejante horror. Pero no, su padre se había
echado la cuerda al cuello y emergía empapado y convulsionando,
con la lengua de fuera y la cara morada. Pero aún vivía.
“No
porque él lo hubiese decidido”, pensó el campeón. “¿A mi
alguien me ayudaría si sobrevivo?”
La
imagen de Aaron Pryor destrozaba a la imagen de Alexis Argüello una
vez más en la pantalla de cristal líquido. La figura de Alexis,
recortada por la pantalla, se levantó de repente y presionó una
mano contra el pecho. Con la otra apagó el televisor. Una brutal
taquicardia lo asaltó de pronto, algo relacionado a su problema
cardíaco, a la reciente recaída, a las amenazas e intimidaciones
del partido, a los viajes a los que lo habían mandado para volverlo
loco; “mucho bacanal y muchos vergazos no van bien”. Sentía en
su pecho algo parecido a un pozo oscuro que latía desbordando
oscuridad, infestado por toda clase de alimañas.
Pero
en un pozo común y corriente, sin luz, a lo sumo, uno puede oler
esto o sentir el roce de aquello, pero no, en ese pozo aún brillaba
la luz inmaculada de un campeón, de un artista puro. Y gracias a esa
luz Alexis no solo intuía a las cucarachas y los gusanos batiéndose
entre el lodo y la mierda, sino que los miraba. Miraba como se
arrastraban y lo rodeaban. Los miraba cubriendo las paredes y
desmoronándose desde ellas. Los miraba lamiendo a sus hijos, a su
gente, a su país. Los miraba por todos lados y ya la taquicardia era
insoportable.
Caminó
un rato por la casa, sin rumbo. Bajó a la cocina y se sirvió un
vaso con agua.
Desde
la ventana se podía ver una franja larga de cielo que parecía
emerger de las enredaderas y de las espinas que cubrían el muro. Una
larga franja de cielo morado, atravesada por un par de cables de
electricidad y por unas pocas nubes breves y horizontales. De pronto
advirtió una camioneta de la alcaldía que los vigilantes dejaban
pasar. Lo recorrió un violento escalofrío. Sabía que a esa hora no
podían buscarlo para nada bueno.
Vio
el reflejo de su rostro aparecer en el círculo de agua cristalina
que se movía dentro del vaso, donde también vio varios destellos
que lo rodeaban, como diminutos reflectores y flashes de cámaras. Se
lo empinó hasta vaciarlo. Mientras el agua le bajaba por la garganta
y le caía como un iceberg
en el estómago vacío, vio que dos hombres se bajaban de la
camioneta.
Un
temor que se fue transformando en una paz
infinita y resignada, pero necesariamente pasajera, lo asaltó. Vio
que uno de los hombres iba armado. El sol no acababa de salir.
Respiró profundo y trató de alcanzar las escaleras.
De "El patio de los murciélagos" (2010) Costa Rica: Uruk Editores