1/7/14

1.7.09


por Luis Báez


Varias punzadas que le recorrieron el cuerpo como lombrices eléctricas lo hicieron sentir súbitamente desdichado. El calor y la demasiada presión de aquella noche no prometían mejoría. Agotado, se dejó caer sobre el sillón de la sala. Buscó el control entre los cojines y apretó play. El DVD empezó a correr. En la pantalla de menú seleccionó los comentarios en inglés.

Adelantó las imágenes del Orange Bowl, del público, de los ricos y famosos que entraban con sus puros caros, sus trajes elegantes y mujeres bellísimas colgadas del brazo, hasta que aparecieron los comentaristas hablando sobre la pelea, sobre las posibilidades, de entrada inimaginables, de un combate entre tan grandes boxeadores; uno, un peleador sublime que dilataba la belleza del deporte hasta lo imposible, una máquina exquisita y letal; el otro, un tornado de inminente aniquilación. Los dos (él mismo tan joven que ni se reconocía) saliendo por el pasillo y subiendo al cuadrilátero. Empezó a correr el primer round.

Poco antes que la campana terminara con el primer asalto adelantó la pelea hasta el treceavo. Lo dejó correr. Cuando en la pantalla empezaba el catorce, se tomó de un trago de lo que le quedaba de Gran Reserva en el vaso. Acomodó el puente de sus anteojos rectangulares sobre su tabique. Inclinó el cuerpo un poco hacia la pantalla, y miró con atención.

“Una, dos izquierdas”, pensaba, “solamente está midiendo. Todavía podría ser cualquiera de los dos”. Su mente y su mirada, que vagabundeaba por los pliegos de Plycem del cielo raso, regresaron a la figura de los dos peleadores en la pantalla: uno, dos, tres... La defensa del tricampeón sucumbía mientras Pryor inauguraba su obra maestra.

De su mente desapareció, por un segundo, el brillo rectangular de la pantalla y fue sustituido por un círculo profundo, un brillo que se movía al fondo de su ánimo. U brillo y reflejo de oscuridad entre la oscuridad. “Un anillo”, pensaba Alexis, “no un ring. Bueno, sí, allá en Miami sí. A ring. A bowl... the Orange Bowl”. Recordó una noche distante, la de la pelea contra Mancini. “Are you ok? I love your father!”, se recordó diciendo. Y pensó en su propio padre. “Yo amo a mi padre, a pesar de todo. The most valuable thing you have, Mancini. Cuatro, cinco, seis... siete, pasó por arriba.

“Lo único valioso que tengo”, pensó ante la gran pantalla de cristal líquido pensando en sus hijos... “soy lo único valioso que ellos tienen también”. Los golpes caían como una lluvia de adoquines. “No hay defensa. Ya no puede ser cualquiera de los dos. Él era bueno, de verdad que era peleador increíble”, se decía Alexis en la sala iluminada por la luz oscilante del televisor “de verdad que perdí ante el mejor. Not like that kid Mancini, me dijo aquella vez, durante el pesaje. Aunque, la verdad es que yo también vine de la calle. Eso sí no me gustó, que me dijera que él nació en la calle, sin zapatos. Same thing happened to me. Pero eso sí, no teníamos nada pero teníamos zapatos porque mi papa los hacía. Cebollón, así lo conocían en el barrio”. En la pantalla, Pryor lo mandaba hacia las cuerdas y Alexis bajaba la mirada, tal vez porque se quería ver destrozado, como hace mucho no lo hacía, o quizá recordó el comentario sobre los zapatos.

Algo así como que el sexto golpe de los veintitantos fue el que lo hizo retroceder hasta las cuerdas. Su zapatos, y él los vio, trastabillaron torpemente desde el centro hasta el borde del cuadrilátero, como dos palomas heridas a las que uno ya tiene rodeadas y está a punto de cazar.

“Tendría yo ¿qué? ¿seis años? Yo lo miraba entre lágrimas. No comprendía, entonces él era tan fuerte. No se rindió”.

Cuando rebotó contra las cuerdas, los ojos se le cerraron por un segundo que comprendía una gran área blanca, o lechosa, un segundo que no era tiempo ni espacio, un segundo que era nada, y por tanto, era eterno. La última imagen era la de aquel negro de piedra, una verdadera ave de caza destrozándolo sin piedad. Por reflejo, levantó inútilmente la defensa. Ya ni los contaba...¿Diescisiete, quince, veinte?

De pronto imaginó lo que su padre pudo haber visto desde aquel pozo en el que una vez se intentó matar. No entendía por qué. No pensaba en otra cosa. “Y qué iba a ver. Nada. Negrura líquida revolviéndose en la oscuridad”.

Pryor lo destruía, Alexis hace rato había perdido la conciencia.

“No hay mejor lugar para morir. A ver, ¿cuál hubiese sido su última visión? Un túnel muy oscuro con una luz al final, y su cuerpo muriendo entre algo líquido. Agua, lodo, mierda. ¿No es eso la muerte?”

Echó una larga y oscura mirada a la habitación. No miraba la habitación. Miraba su vida, en un segundo, todos los hechos superpuestos y alternándose. Ya al final, la campaña, los del partido, la gente de los barrios. Campeón, lo llamaban otra vez. Él realmente le quería regresar algo a esa gente, los recibía todos los días en su oficina. “Esta es mi última gloria. Lo tenía en el cuarto round, pero necesitaba aprender esa lección”...

Sobre la caja del DVD se desmoronaba el último cerrito de coca. La levantó y se la puso sobre las rodillas. 23 golpes y Alexis estaba en el suelo. “Clase pelea”, pensó. Presionó el botón de menú, y puso los comentarios en español. La campana volvía a anunciar el primer round. Con el filo de su cédula arrastró el cerrito de coca y aró tres surcos blancos, el título del DVD quedó descubierto: Arguello vs. Pryor. 1982, The Orange Bowl, Miami.
“Sí, mi padre quiso morir ahí, en un bowl, en un ring... en un pozo, pues. No, él no hablaba inglés. Realmente quería morir. Realmente no sabía si había agua o no al fondo del pozo. Que había agua fue lo que lo salvó. Probablemente solo había escuchado que la gente así se mataba. Todos oímos el agua revolverse de repente. No me pareció increíble. En realidad el hombre se sentía solo. Agobiado de tantas responsabilidades. Digo, ocho hijos en esa situación, no es cualquiera. Tenía derecho a echarse sus tragos con sus amigos. Ocho hijos”. Alexis levantó su mano izquierda y la puso ante su rostro. Vio la cicatriz. Vio a sus siete hermanos sentados a la mesa. Vio su propia mano izquierda tratando de alcanzar un segundo trozo de carne e inmediatamente el brillo plateado del tenedor de su hermano que se ensartaba en su palma la traspasaba.
“Y cuando llamamos a los bomberos y seguía vivo. Puta, eso es determinación. Ellos le tiran una silla amarrada a una cuerda para sacarlo del pozo al que se acaba de tirar y ¿qué fue lo que él hizo? Soltó el mecate de la silla y lo volvió a amarrar alrededor de su cuello. Bueno, trépenme, gritó desde el fondo”.

Entonces, Alexis era un niño que esperaba ver a su padre emergiendo del pozo, tranquilamente sentado a la silla, como un rey de las cloacas. Un gran alivio luego de semejante horror. Pero no, su padre se había echado la cuerda al cuello y emergía empapado y convulsionando, con la lengua de fuera y la cara morada. Pero aún vivía.

“No porque él lo hubiese decidido”, pensó el campeón. “¿A mi alguien me ayudaría si sobrevivo?”

La imagen de Aaron Pryor destrozaba a la imagen de Alexis Argüello una vez más en la pantalla de cristal líquido. La figura de Alexis, recortada por la pantalla, se levantó de repente y presionó una mano contra el pecho. Con la otra apagó el televisor. Una brutal taquicardia lo asaltó de pronto, algo relacionado a su problema cardíaco, a la reciente recaída, a las amenazas e intimidaciones del partido, a los viajes a los que lo habían mandado para volverlo loco; “mucho bacanal y muchos vergazos no van bien”. Sentía en su pecho algo parecido a un pozo oscuro que latía desbordando oscuridad, infestado por toda clase de alimañas.

Pero en un pozo común y corriente, sin luz, a lo sumo, uno puede oler esto o sentir el roce de aquello, pero no, en ese pozo aún brillaba la luz inmaculada de un campeón, de un artista puro. Y gracias a esa luz Alexis no solo intuía a las cucarachas y los gusanos batiéndose entre el lodo y la mierda, sino que los miraba. Miraba como se arrastraban y lo rodeaban. Los miraba cubriendo las paredes y desmoronándose desde ellas. Los miraba lamiendo a sus hijos, a su gente, a su país. Los miraba por todos lados y ya la taquicardia era insoportable.

Caminó un rato por la casa, sin rumbo. Bajó a la cocina y se sirvió un vaso con agua.

Desde la ventana se podía ver una franja larga de cielo que parecía emerger de las enredaderas y de las espinas que cubrían el muro. Una larga franja de cielo morado, atravesada por un par de cables de electricidad y por unas pocas nubes breves y horizontales. De pronto advirtió una camioneta de la alcaldía que los vigilantes dejaban pasar. Lo recorrió un violento escalofrío. Sabía que a esa hora no podían buscarlo para nada bueno.

Vio el reflejo de su rostro aparecer en el círculo de agua cristalina que se movía dentro del vaso, donde también vio varios destellos que lo rodeaban, como diminutos reflectores y flashes de cámaras. Se lo empinó hasta vaciarlo. Mientras el agua le bajaba por la garganta y le caía como un iceberg en el estómago vacío, vio que dos hombres se bajaban de la camioneta.

Un temor que se fue transformando en una paz infinita y resignada, pero necesariamente pasajera, lo asaltó. Vio que uno de los hombres iba armado. El sol no acababa de salir. Respiró profundo y trató de alcanzar las escaleras.

De "El patio de los murciélagos" (2010) Costa Rica: Uruk Editores




2 comentarios:

  1. Da un placer, leer, está narratia, para mí fulgurante e intrepida. Sacude e impulsa a la lectura, y desmotiva la modorra.

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  2. Da placer, realmente, eso de un, es de más.

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