1/7/14

1.7.09


por Luis Báez


Varias punzadas que le recorrieron el cuerpo como lombrices eléctricas lo hicieron sentir súbitamente desdichado. El calor y la demasiada presión de aquella noche no prometían mejoría. Agotado, se dejó caer sobre el sillón de la sala. Buscó el control entre los cojines y apretó play. El DVD empezó a correr. En la pantalla de menú seleccionó los comentarios en inglés.

Adelantó las imágenes del Orange Bowl, del público, de los ricos y famosos que entraban con sus puros caros, sus trajes elegantes y mujeres bellísimas colgadas del brazo, hasta que aparecieron los comentaristas hablando sobre la pelea, sobre las posibilidades, de entrada inimaginables, de un combate entre tan grandes boxeadores; uno, un peleador sublime que dilataba la belleza del deporte hasta lo imposible, una máquina exquisita y letal; el otro, un tornado de inminente aniquilación. Los dos (él mismo tan joven que ni se reconocía) saliendo por el pasillo y subiendo al cuadrilátero. Empezó a correr el primer round.

Poco antes que la campana terminara con el primer asalto adelantó la pelea hasta el treceavo. Lo dejó correr. Cuando en la pantalla empezaba el catorce, se tomó de un trago de lo que le quedaba de Gran Reserva en el vaso. Acomodó el puente de sus anteojos rectangulares sobre su tabique. Inclinó el cuerpo un poco hacia la pantalla, y miró con atención.

“Una, dos izquierdas”, pensaba, “solamente está midiendo. Todavía podría ser cualquiera de los dos”. Su mente y su mirada, que vagabundeaba por los pliegos de Plycem del cielo raso, regresaron a la figura de los dos peleadores en la pantalla: uno, dos, tres... La defensa del tricampeón sucumbía mientras Pryor inauguraba su obra maestra.

De su mente desapareció, por un segundo, el brillo rectangular de la pantalla y fue sustituido por un círculo profundo, un brillo que se movía al fondo de su ánimo. U brillo y reflejo de oscuridad entre la oscuridad. “Un anillo”, pensaba Alexis, “no un ring. Bueno, sí, allá en Miami sí. A ring. A bowl... the Orange Bowl”. Recordó una noche distante, la de la pelea contra Mancini. “Are you ok? I love your father!”, se recordó diciendo. Y pensó en su propio padre. “Yo amo a mi padre, a pesar de todo. The most valuable thing you have, Mancini. Cuatro, cinco, seis... siete, pasó por arriba.

“Lo único valioso que tengo”, pensó ante la gran pantalla de cristal líquido pensando en sus hijos... “soy lo único valioso que ellos tienen también”. Los golpes caían como una lluvia de adoquines. “No hay defensa. Ya no puede ser cualquiera de los dos. Él era bueno, de verdad que era peleador increíble”, se decía Alexis en la sala iluminada por la luz oscilante del televisor “de verdad que perdí ante el mejor. Not like that kid Mancini, me dijo aquella vez, durante el pesaje. Aunque, la verdad es que yo también vine de la calle. Eso sí no me gustó, que me dijera que él nació en la calle, sin zapatos. Same thing happened to me. Pero eso sí, no teníamos nada pero teníamos zapatos porque mi papa los hacía. Cebollón, así lo conocían en el barrio”. En la pantalla, Pryor lo mandaba hacia las cuerdas y Alexis bajaba la mirada, tal vez porque se quería ver destrozado, como hace mucho no lo hacía, o quizá recordó el comentario sobre los zapatos.

Algo así como que el sexto golpe de los veintitantos fue el que lo hizo retroceder hasta las cuerdas. Su zapatos, y él los vio, trastabillaron torpemente desde el centro hasta el borde del cuadrilátero, como dos palomas heridas a las que uno ya tiene rodeadas y está a punto de cazar.

“Tendría yo ¿qué? ¿seis años? Yo lo miraba entre lágrimas. No comprendía, entonces él era tan fuerte. No se rindió”.

Cuando rebotó contra las cuerdas, los ojos se le cerraron por un segundo que comprendía una gran área blanca, o lechosa, un segundo que no era tiempo ni espacio, un segundo que era nada, y por tanto, era eterno. La última imagen era la de aquel negro de piedra, una verdadera ave de caza destrozándolo sin piedad. Por reflejo, levantó inútilmente la defensa. Ya ni los contaba...¿Diescisiete, quince, veinte?

De pronto imaginó lo que su padre pudo haber visto desde aquel pozo en el que una vez se intentó matar. No entendía por qué. No pensaba en otra cosa. “Y qué iba a ver. Nada. Negrura líquida revolviéndose en la oscuridad”.

Pryor lo destruía, Alexis hace rato había perdido la conciencia.

“No hay mejor lugar para morir. A ver, ¿cuál hubiese sido su última visión? Un túnel muy oscuro con una luz al final, y su cuerpo muriendo entre algo líquido. Agua, lodo, mierda. ¿No es eso la muerte?”

Echó una larga y oscura mirada a la habitación. No miraba la habitación. Miraba su vida, en un segundo, todos los hechos superpuestos y alternándose. Ya al final, la campaña, los del partido, la gente de los barrios. Campeón, lo llamaban otra vez. Él realmente le quería regresar algo a esa gente, los recibía todos los días en su oficina. “Esta es mi última gloria. Lo tenía en el cuarto round, pero necesitaba aprender esa lección”...

Sobre la caja del DVD se desmoronaba el último cerrito de coca. La levantó y se la puso sobre las rodillas. 23 golpes y Alexis estaba en el suelo. “Clase pelea”, pensó. Presionó el botón de menú, y puso los comentarios en español. La campana volvía a anunciar el primer round. Con el filo de su cédula arrastró el cerrito de coca y aró tres surcos blancos, el título del DVD quedó descubierto: Arguello vs. Pryor. 1982, The Orange Bowl, Miami.
“Sí, mi padre quiso morir ahí, en un bowl, en un ring... en un pozo, pues. No, él no hablaba inglés. Realmente quería morir. Realmente no sabía si había agua o no al fondo del pozo. Que había agua fue lo que lo salvó. Probablemente solo había escuchado que la gente así se mataba. Todos oímos el agua revolverse de repente. No me pareció increíble. En realidad el hombre se sentía solo. Agobiado de tantas responsabilidades. Digo, ocho hijos en esa situación, no es cualquiera. Tenía derecho a echarse sus tragos con sus amigos. Ocho hijos”. Alexis levantó su mano izquierda y la puso ante su rostro. Vio la cicatriz. Vio a sus siete hermanos sentados a la mesa. Vio su propia mano izquierda tratando de alcanzar un segundo trozo de carne e inmediatamente el brillo plateado del tenedor de su hermano que se ensartaba en su palma la traspasaba.
“Y cuando llamamos a los bomberos y seguía vivo. Puta, eso es determinación. Ellos le tiran una silla amarrada a una cuerda para sacarlo del pozo al que se acaba de tirar y ¿qué fue lo que él hizo? Soltó el mecate de la silla y lo volvió a amarrar alrededor de su cuello. Bueno, trépenme, gritó desde el fondo”.

Entonces, Alexis era un niño que esperaba ver a su padre emergiendo del pozo, tranquilamente sentado a la silla, como un rey de las cloacas. Un gran alivio luego de semejante horror. Pero no, su padre se había echado la cuerda al cuello y emergía empapado y convulsionando, con la lengua de fuera y la cara morada. Pero aún vivía.

“No porque él lo hubiese decidido”, pensó el campeón. “¿A mi alguien me ayudaría si sobrevivo?”

La imagen de Aaron Pryor destrozaba a la imagen de Alexis Argüello una vez más en la pantalla de cristal líquido. La figura de Alexis, recortada por la pantalla, se levantó de repente y presionó una mano contra el pecho. Con la otra apagó el televisor. Una brutal taquicardia lo asaltó de pronto, algo relacionado a su problema cardíaco, a la reciente recaída, a las amenazas e intimidaciones del partido, a los viajes a los que lo habían mandado para volverlo loco; “mucho bacanal y muchos vergazos no van bien”. Sentía en su pecho algo parecido a un pozo oscuro que latía desbordando oscuridad, infestado por toda clase de alimañas.

Pero en un pozo común y corriente, sin luz, a lo sumo, uno puede oler esto o sentir el roce de aquello, pero no, en ese pozo aún brillaba la luz inmaculada de un campeón, de un artista puro. Y gracias a esa luz Alexis no solo intuía a las cucarachas y los gusanos batiéndose entre el lodo y la mierda, sino que los miraba. Miraba como se arrastraban y lo rodeaban. Los miraba cubriendo las paredes y desmoronándose desde ellas. Los miraba lamiendo a sus hijos, a su gente, a su país. Los miraba por todos lados y ya la taquicardia era insoportable.

Caminó un rato por la casa, sin rumbo. Bajó a la cocina y se sirvió un vaso con agua.

Desde la ventana se podía ver una franja larga de cielo que parecía emerger de las enredaderas y de las espinas que cubrían el muro. Una larga franja de cielo morado, atravesada por un par de cables de electricidad y por unas pocas nubes breves y horizontales. De pronto advirtió una camioneta de la alcaldía que los vigilantes dejaban pasar. Lo recorrió un violento escalofrío. Sabía que a esa hora no podían buscarlo para nada bueno.

Vio el reflejo de su rostro aparecer en el círculo de agua cristalina que se movía dentro del vaso, donde también vio varios destellos que lo rodeaban, como diminutos reflectores y flashes de cámaras. Se lo empinó hasta vaciarlo. Mientras el agua le bajaba por la garganta y le caía como un iceberg en el estómago vacío, vio que dos hombres se bajaban de la camioneta.

Un temor que se fue transformando en una paz infinita y resignada, pero necesariamente pasajera, lo asaltó. Vio que uno de los hombres iba armado. El sol no acababa de salir. Respiró profundo y trató de alcanzar las escaleras.

De "El patio de los murciélagos" (2010) Costa Rica: Uruk Editores




16/6/14

Lo oculto-manifiesto en la Φύσις de Heráclito


por Luis Báez

 Φύσις (physis) κρύπεσθαι (krypesthai) φιλεΐ (philei). De esta forma condensa Heráclito, en §821, uno de los núcleos de su pensamiento.

En un primer acercamiento, podríamos traducir la frase, de forma literal y manteniendo el orden de los vocablos, como: “Naturaleza codificarse ama”. Sin embargo, para comprender las implicaciones que se derivan de la frase, es preciso valerse de las distintas interpretaciones que de ella se han hecho.

Debido a lo huidizo y problemático que resulta delimitar el concepto de phýsis, Jorge E. Rivera (2006) lo conserva en su traducción del fragmento, como vemos: “La phýsis tiende a ocultarse.” Y esto se debe a que la phýsis, sobre todo en Heráclito, posee un carácter dinámico y manifiesto que a la palabra naturaleza le es imposible significar. Por eso, tanto Rivera como Brun (1976) rescatan el término alemán Wesen, utilizado por Kranz para complementar el significado de die Natur. Así vemos cómo Kranz traduce de la siguiente forma: “Die Natur (das Wesen) liebt es sich zu vorbergen.” Wesen es una palabra que a la vez significa Ser, criatura, esencia, lo cual da a la naturaleza un carácter intrínseco de unidad primaria pero oculta tras la multitud fenomenológica en que se manifiesta.

Si tomamos en cuenta que el término Φύσις se desprende del verbo φυεῖν que significa crecer, surgir, avanzar, comprendemos la phýsis como el despliegue dinámico del Ser que, al estar siendo, manifiesta su movimiento en la forma de los fenómenos: un tramado que constituye la modalidad perceptible del mundo, es decir, la naturaleza.

Además del término Wesen, interesa apuntar la diferencia que Kranz hace respecto a Rivera al traducir φιλεΐ (philei) por liebt, es decir amar, que corresponde más con la raíz griega philos.

La phýsis, entonces, es un fluir de fenómenos a través de los cuales el mundo se revela, pero que, como flujo constante, para el humano, un ser determinado por la temporalidad y la espacialidad, resulta inasible, efímero.


Fácilmente podemos convenir que la naturaleza es una manifestación de orden fenomenológico y que el conocimiento más directo que tenemos del mundo es el que nos brinda los sentidos. Constantemente estamos experimentando un flujo de posibilidades que tan pronto se concretan dentro de la existencia son aniquiladas por una nueva. “Todo se mueve y nada permanece”, nos dice Heráclito en §827. Esto constituye el principio que da movilidad al mundo, Πόλεμος, la personificación mítica de la guerra a la cual Heráclito, en §761, convierte en alegoría del flujo inasible de la naturaleza, al hacerlo “padre de todo, rey de todo (...)”. Es la noche lo que le da su significado al día; es la muerte lo que rodea a la vida y la hace brillar entre la oscuridad de la nada; es siempre, en Heráclito, lo contrario lo que justifica y da movilidad al mundo, al acaecer fenoménico. La causa que normalmente es contraria a su efecto es lo que crea y aniquila, lo que provoca el flujo en la naturaleza. Tal es la ley de los contrarios que Heráclito invoca al decir en §768 que “el camino hacia arriba y hacia abajo es uno y el mismo.” Así, la vida y la muerte son, en esencia, dos caras de la misma moneda, que es la existencia humana. Esa existencia doble dentro de una unidad se aproxima al carácter múltiple de la phýsis.

Heráclito busca la verdad, y este mundo maleable, pasajero, que los hombres han llenado de múltiples opiniones, le parece insuficiente para ser expresión de la Verdad. Cabría, entonces, ver de cerca la palabra verdad y su acepción griega, ἀλήθεια. Este vocablo está constituido por el privativo (ἀ) y el verbo λήθη (lithi), que significa olvidar y ocultar. Así, acceder a la verdad adquiere el significado de des-ocultar, o sea descubrir, levantar el velo que cubre una realidad diferente a la que experimentamos a través de la percepción sensorial.

Heráclito plantea estas dos realidades co-existentes: una sensorial y una no-sensorial, sino racional. También plantea como fin del hombre tender hacia esa realidad última, o meta-sensorial y así lo expresa en Heráclito §762, al afirmar que “La armonía invisible vale más que la visible.”

Los acontecimientos sensoriales inundan el tiempo y el espacio con un tramado tan fino y profuso que llegan a formar un velo ante nosotros. Del otro lado del velo hay una verdad última, unitaria, codificada en ese tramado y en ese velo. La phýsis y sus fenómenos pertenecen al orden sensorial, pero son a su vez manifestación de esa verdad unitaria. Podría decirse que las manifestaciones sensoriales de la phýsis son el repertorio de símbolos (lenguaje) que permitiría inferir ese mundo meta-sensorial al hombre. Pero a la vez que lo muestran y lo manifiestan, lo limitan y lo falsifican; es decir, lo ocultan


¿Pero cómo podríamos decir que, siendo la phýsis una manifestación, ama ocultarse? O, más aún, ¿cómo algo que es revelación, manifestación, puede estar a la vez oculto?

Acerca de esto, Rivera ayudándose de una muy diáfana metáfora, nos dice que este Ser total que se manifiesta a través de la phýsis se comporta como la luz, pues a ésta “no la vemos, (sino que) vemos las cosas iluminadas por la luz” (Rivera, 2006, p. 136). Nosotros, los entes humanos, no solo estamos totalmente sumergidos en la naturaleza fluyente de la phýsis, sino que somos una manifestación más de esa naturaleza, tan insustancial y cambiante como todos los fenómenos del mundo. Entonces resulta difícil tener consciencia de este Ser, que lo impregna y que revela todo, desde la mera experiencia sensorial que, es su lenguaje pero, como todo lenguaje, resulta una representación de algo más profundo. Así, vemos cómo el Ser, el Uno, al manifestarse mediante la phýsis también se oculta.

Esto cabe perfectamente dentro de la dinámica heraclítea de los contrarios. El Ser, como objeto del conocimiento y la experiencia humana, es un proceso que se constituye de los contrarios ocultar-manifestar, necesarios el uno para el otro. Apeguémonos al concepto de mundo sensorial como lenguaje a través del cual el Uno se expresa. Para un lenguaje poder significar una cosa debe codificarla, es decir, convertirla en símbolos: confeccionarle una máscara, un velo. Así, todo lenguaje necesita ocultar para significar, es decir manifestar. Siendo ocultar la aspiración de toda expresión, podemos comprender cómo la phýsis ama o aspira a ocultar.

Pero, ¿qué quiere decirnos Heráclito cuando dice ocultar?

Acá llegamos al término κρύπεσθαι (krypesthai) –el verbo activo en Heráclito §821– que se deriva de κρύπτω (krypto), que significa oculto; de dicha palabra se deriva a su vez el término criptografía (κρύπτω-γράφως) que, según la RAE, designa el “arte de escribir con clave secreta o de un modo enigmático”. Apegándonos a esta definición, podemos inferir que el Uno se encripta, se codifica, a través de la naturaleza y su sentido es aprehensible para el hombre que no se aparta de la lógica común a todos (Heráclito §713). Esta razón es común porque expresa la verdad única de todas las manifestaciones y porque es la clave por la cual el Todo se vuelve comprensible para sus partes. A esta razón, la llamaremos λόγος (logos).

Imaginemos por un instante un ocaso: luces iridiscentes flotando sobre un horizonte que oculta al sol que las proyecta. No vemos el sol, pero percibimos la descomposición de su luz en colores diversos, y ese ocaso es indicio suficiente para comprender que tras el horizonte hay un sol que lo proyecta. Preferimos ver el ocaso porque es soportable, asimilable; si viéramos al sol directamente, nuestros ojos, incapaces de aguantar tanta luminosidad, se calcinarían.

De una manera similar el Uno, oculto tras el horizonte de nuestras posibilidades perceptivas, manifiesta una realidad cifrada, es decir, una serie de símbolos que ocultan un mensaje, pero que pueden ser interpretados gracias una clave. Esa serie de símbolos son las percepciones de los sentidos. Esa clave es el λόγος.

Un genio musical concibe una pieza que de momento solo existe oculta en su mente. Para manifestarla en forma de lenguaje se vale de cinco líneas sobre las cuales escribe símbolos que solo unos pocos conocen. Estos símbolos por sí mismos son indefinidos, no significan nada. La clave, que únicamente se encuentra al inicio de la partitura, determina el valor melódico y tonal de todos los símbolos que contiene. Al arte de leer y escribir ese lenguaje se le llama solfeo. En el caso del mundo según la visión heraclítea, el Uno sería la pieza, la phýsis las notas, y el logos la clave; pero esta clave ya no debe ser sensorial, sino racional y abstracta.

Vemos así cómo, a pesar de ser las manifestaciones sensoriales falsificaciones que estrechan el mundo para nuestra comprensión, son también el lenguaje que lo constituyen y, por tanto, lejos de ser desdeñadas deben servirnos como la notas de una partitura. Son (como cualquier lenguaje) el horizonte que a la vez limita y revela.


La utilización de la palabra bárbaros, en Heráclito §809, echa una luz sobre el campo donde, en el hombre, opera el logos. Mancilla Muñoz (2013), explica cómo el término griego βάρβαρος es una onomatopeya, la cual, más que un estado de civilización, en la antigüedad designaba el sonido balbuceante que, según la percepción del griego, emitía una persona extranjera que hablaba un idioma extraño. Es decir, bárbaro designa en la antigua Grecia a todo aquel que es ajeno a la palabra (λόγος) y, sobre todo, a la estructura racional sobre la cual el λόγος opera y capta el mundo, es decir el lenguaje humano. Así vemos cómo Heráclito percibe el lenguaje humano como el vehículo indispensable para transformar la modulación sensorial del Uno en un código abstracto aprehensible para la razón humana, sin el cual las sensaciones no tendrían significado. El lenguaje (no solo escrito ni oral, sino racional) se concibe como el Logos que ordena y da sentido al mundo.

Y hay que hacer énfasis en que Heráclito no se refiere a logos como la simple palabra hablada o escrita o como discurso teórico-práctico. Rodolfo Mondolfo (1989) es muy esclarecedor sobre este punto. Nos dice que “el logos que Heráclito expone es la verdad, la clave de la comprensión de la realidad universal” (Mondolfo, 1989, p. 162), haciendo así una distinción radical entre λόγος y ἔπος (epos: la palabra del vulgo, de los mitos, de la cual se deriva épica). Esta distinción seguramente surge de la cruzada que Heráclito emprendió contra los poetas (Heráclito §751), y termina por elevar “logos a la dignidad de palabra genuina, enunciadora de un contenido inteligente” y rebajar “epos al significado de lenguaje inexpresivo del vulgo” (Mondolfo, 1989, p. 156). Subraya Mondolfo el sentido de logos como clave al decir que el “logos (es) la parte más profunda de la filosofía heraclítea, la norma eterna que subyace en el flujo de los fenómenos”. Es decir, el logos, al ser un orden, es una ley, lo que es igual que decir que “el mundo es lógico porque un espíritu lógicamente pensante lo concibe” (Mondolfo, 1989, p. 158).

El humano adquiere un papel gravísimo como ente ya no a la deriva entre el mundo de los fenómenos, sino como un cauce que le da orden y sentido. Gracias al logos el Uno a la vez se escribe y se lee a través de la manifestación múltiple de la phýsis y la captación sensorial de ésta a través del humano quien, no debemos olvidar, es una parte del todo que se manifiesta.

Borges formula esta idea estéticamente al decir en su relato Los teólogos que "cada hombre es un órgano que proyecta la divinidad para sentir el mundo" (Borges, 1974, p. 554). Si comprendemos mundo como manifestación de los sentidos, y siendo Borges un escritor profundamente influido por Heráclito y por Schopenhauer es así como debemos entenderlo, obtenemos la imagen de la totalidad como un ser que se manifiesta en una pluralidad de percepciones para conocerse a sí mismo. De aquí podemos derivar que el fin más pleno al que el hombre puede aspirar es conocer el Todo del cual forma parte.

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Referencias:

Heráclito en Eggers Lan, C.; Juliá, V. E. (1986). Los filósofos presocráticos, vol. 1. Madrid: Editorial Gredos

Rivera, J. E. (2006). Heráclito el Esplendente. Chile: Brickle Ediciones

Brun, J. (1976). Heráclito. España: EDAF

Mancilla Muñoz, M. (2013). Malos testigos son los ojos y los oídos para los hombres que tienen almas bárbaras. NHENGATU- Revista iberoamericana para comunicação e cultura contra-hegemônicas, 2, 3-4. Recuperado de: www.nhengatu.org/revista/index.php?journal=nhengatu&page=article&op=download&path%5B%5D=16&path%5B%5D=15

Mondolfo, R. (1989). Heráclito. Textos y problemas de su interpretación. México: Siglo XXI editores

Borges, J. L. (1974). Obras Completas. Argentina: Emecé


21/5/14

"MEMENTO MORI" de Jonathan Nolan.




de Jonathan Nolan

traducción Luis Báez



What like a bullet can undeceive!

Herman Melville





Tu esposa solía decir que ibas a llegar tarde a tu propio funeral. ¿Recuerdas? Su pequeño chiste, porque eras un desastre –siempre tarde, siempre olvidando las cosas, incluso antes del incidente.



Ahora quizá te estés preguntando si llegaste tarde al suyo.



Estabas ahí, de eso puedes estar seguro. Para eso es la foto –la que está clavada en la pared, cerca de la puerta. No es usual tomar fotos en un funeral, pero alguien, tus doctores, supongo, sabían que no lo ibas a recordar. La dejaron vistosa junto a la puerta, para que no pudieras evadirla cada vez que te levantaras buscando a tu esposa.



¿El tipo en la foto, el de las flores? Ese eres tú. ¿Y qué estás haciendo? Estás leyendo la lápida, tratando de averiguar en el funeral de quién estás, igual a como la estás leyendo ahora, tratando de averiguar por qué alguien pegó esa foto junto a tu puerta. ¿Pero por qué habrías de molestarte en leer algo que no vas a recordar?



Ella se ha ido para siempre y seguro ahora mismo sientes dolor por saber la noticia. Créeme, sé cómo te sientes. Seguro estás destrozado. Pero dale cinco minutos, quizá diez. Quizá pueda pasar media hora antes que lo olvides.



Pero lo olvidarás –te lo garantizo. En unos pocos minutos caminarás hacia la puerta, preguntándote de nuevo dónde está tu esposa, destrozándote en dolor cuando encuentres la foto. ¿Cuántas veces tienes que conocer la noticia para que alguna otra parte de tu cuerpo, otra que no sea ese cerebro defectuoso que tienes, empiece a recordar?



Dolor infinito, rabia infinita. Inútil y sin dirección. Quizá no puedas entender lo que pasó. Tampoco puedo decir que yo entienda. Amnesia reversiva. Eso dicen los síntomas. No puedes recordar nada. Sé tanto como tú.



Quizá no puedas entender qué fue lo que te pasó. Pero no recuerdas qué fue lo que le pasó a ella, ¿o sí? Los doctores no quieren hablar al respecto. Se niegan a contestar mis preguntas. Ellos no creen que sea adecuado que un hombre en tu condición escuche ese tipo de cosas. ¿Pero recuerdas lo suficiente, no es así? Recuerdas su rostro.



Por eso es que te estoy escribiendo. Fútil, quizá. No sé cuántas veces tendrás que leer esto antes de que me escuches. Ni siquiera sé cuánto tiempo llevas encerrado en este cuarto. Tú tampoco lo sabes. Pero la ventaja que te da olvidar es que olvidarás comprender que eres una causa perdida.



Tarde o temprano querrás hacer algo al respecto. Y cuando así sea, simplemente tendrás que confiar en mí, porque soy el único que puede ayudarte.







Earl abre un ojo y luego el otro a un tramo de láminas de cielo raso blancas interrumpidas por un letrero escrito a mano pegado con cinta justo encima de su cabeza, lo suficientemente grande para poder leerlo desde la cama. Un reloj de alarma suena en alguna parte. Lee la señal, parpadea, lee de nuevo, luego echa un vistazo al cuarto.



Es un cuarto blanco, abrumadoramente blanco, desde las paredes y las cortinas hasta los muebles institucionales y el cubrecama. El reloj de alarma suena desde el escritorio blanco, bajo la ventana con las cortinas blancas. Llegado a este punto Earl probablemente nota que está acostado sobre su edredón blanco. Ya tiene puestas una bata y unas pantuflas.



Se recuesta y vuelve a leer el letrero. Dice, en grandes letras mayúsculas, ESTE ES TU CUARTO. ESTE ES EL CUARTO DE UN HOSPITAL. AQUÍ ES DONDE VIVES AHORA.



Earl se levanta y echa un vistazo. El cuarto es muy grande para ser de un hospital –linóleo hueco que se dilata desde la cama en tres direcciones. Dos puertas y una ventana. La vista no ayuda mucho que se diga –un encierro de árboles en el centro de un parche de césped cuidado con mucho esmero que termina en dos carriles de asfalto. Los árboles, salvo los de hoja perenne, están desnudos –inicio de primavera o final de otoño, una o la otra.



Cada pulgada del escritorio está cubierta con notas escritas en Post-it, libretas de tamaño legal, listas pulcramente impresas, libros de texto sobre psicología, fotos enmarcadas. Encima del desastre hay un crucigrama a medio terminar. El reloj de alarma se balancea sobre un montón de periódicos doblados. Earl apaga la alarma y toma un cigarrillo del paquete que tiene pegado con cinta en la manga de su bata. Se palmea los bolsillos laterales en busca de fuego. Hurga entre los papeles, busca rápidamente en las gavetas. Eventualmente encuentra una caja de fósforos de cocina pegada con cinta en la pared que está junto a la ventana. Otro letrero está pegado con cinta justo sobre la caja. Dice, en grandes letras amarillas, ¿CIGARRILLO? PRIMERO REVISA SI HAY ALGUNO ENCENDIDO, ESTÚPIDO.



Earl se ríe del letrero, enciende su cigarrillo y le da una larga calada. Pegada en la ventana encuentra otra hoja de papel titulada TU HORARIO.


Las horas están distribuidas en bloques: 10:00 p.m. a 8:00 a.m. está marcado como REGRESA A DORMIR. Earl consulta el reloj de alarma: 8:15. Dada la luz de afuera debe ser de mañana. Revisa su reloj de pulsera: 10:30. Lo pega a su oído y escucha. Entonces lo ajusta para que vaya con el reloj de alarma.



De acuerdo al horario, todo el bloque que va desde las 8:00 hasta las 8:30 está marcado como LÁVATE LOS DIENTES. Earl vuelve a reír y camina hacia el baño.



La ventana del baño está abierta. Mientras aletea para mantenerse caliente, nota un cenicero en el alféizar. Un cigarrillo se consume firmemente dejando un largo dedo de ceniza. Frunce el ceño, apaga la vieja colilla y remplaza con la nueva.



El cepillo de dientes ya ha sido untado con pasta. El grifo es de los que tienen un botón que se debe presionar para que salga una dosis de agua. Earl mete el cepillo dentro de su mejilla y empieza a moverlo de atrás hacia adelante mientras abre el gabinete de las medicinas. Las repisas están llenas de paquetes individuales de vitaminas, aspirinas, antidiuréticos. El enjuague bucal también viene en un paquete individual, más o menos el equivalente a un trago de líquido azul en una pequeña botella plástica. Únicamente la pasta de diente es de tamaño regular. Earl escupe la pasta y se llena la boca de enjuague. Mientras pone el cepillo junto a la pasta, nota un pequeño trozo de papel metido entre la repisa de vidrio y el fondo de acero del gabinete de las medicinas. Escupe el fluido azul y espumoso en el lavamanos y presiona el botón del grifo para lavarlo. Cierra el gabinete de las medicinas y sonríe a su reflejo en el espejo.



“¿Quién necesita media hora para lavarse los dientes?”



El papel ha sido doblado hasta un tamaño minúsculo con la precisión de una nota de amor de un niño de sexto grado. Earl lo desdobla y lo pone contra el espejo. Lee–



SI TODAVÍA PUEDES LEER ESTO ERES UN MALDITO COBARDE.



Earl se queda viendo el papel, entonces lo vuelve a leer. Lo voltea. En la parte posterior lee–



P.S.: DESPUÉS DE QUE LEAS ESTO VUÉLVELO A ESCONDER.


Quizá entonces nota la cicatriz. Comienza justo debajo de la oreja, gruesa y escarpada, y desaparece abruptamente en la línea del cabello. Earl gira la cabeza y mira de reojo para seguir el curso de la cicatriz. Lo sigue con la punta de su dedo, luego mira hacia abajo y encuentra el cigarrillo que se consume en el cenicero. Un pensamiento se apodera de él y sale rápidamente del baño.



Está sujetando la puerta del cuarto, una mano en el picaporte. Hay dos fotos pegadas con cinta en la pared de la puerta. Lo que primero le llamó la atención fue la imagen de resonancia magnética, un marco negro lustroso con cuatro ventanas que mostraban la calavera de alguien. La imagen tiene escrito en marcador TU CEREBRO. Earl se queda viéndola. Círculos concéntricos en diferentes colores. Puede intuir sus grandes globos oculares y, detrás de ellos, los lóbulos gemelos de su cerebro.



Se inclina para ver la otra imagen. Es una fotografía de un hombre que sostiene unas flores ante una tumba fresca. El hombre está inclinado, leyendo la lápida. Por un momento esto luce como un salón de espejos o los inicios de un esbozo del infinito: el hombre que se inclina para ver la foto del hombre más pequeño que se inclina para leer la lápida. Earl se queda viendo la foto por un largo rato. Tal vez empieza a llorar. Tal vez solo se queda viendo la foto en silencio. Eventualmente se abre paso de regreso a la cama, se deja caer, cierra los ojos con fuerza y trata de dormir.



El cigarrillo se consume firmemente en el baño. Un circuito en el reloj de alarma hace una cuenta regresiva y empieza a sonar de nuevo.



Earl abre un ojo y luego el otro a un tramo de láminas de cielo raso blancas interrumpidas por un letrero escrito a mano, pegado con cinta justo encima de su cabeza, lo suficientemente grande para poder leerlo desde la cama.







Ya no puedes volver a tener una vida normal. Debes saberlo. ¿Cómo podrías tener una novia si no eres capaz de recordar su nombre? No puedes tener hijos, al menos que quieras que crezcan con un padre que no puede reconocerlos. Claro está que no puedes mantener un trabajo. No hay muchas profesiones por ahí que valoren el ser olvidadizo. La prostitución, quizá. La política, por supuesto.



No. Tu vida está acabada. Eres hombre muerto. Lo único que los doctores tienen esperanzas de poder hacer es enseñarte a dejar de ser una carga para los guardias del hospital. Y probablemente nunca te dejen ir a casa, donde quiera que eso sea.


Entonces la cuestión no es “ser o no ser,” porque tú no eres. La cuestión es si quieres hacer algo al respecto. Si la venganza significa algo para tí.



Para la mayoría significa algo. Por unas cuantas semanas conspiran, trazan planes, toman las medidas para ajustar las cuentas. Pero el paso del tiempo es todo lo que se necesita para mermar ese impulso inicial. El tiempo es un ladrón, ¿no es eso lo que dicen? Y el tiempo eventualmente llega a convencer a la mayoría de nosotros de que el perdón es una virtud. Convenientemente, la cobardía y el perdón lucen idénticos a cierta distancia. El tiempo se roba tu valor.



Si el tiempo y el miedo no son suficientes para disuadir a la gente sobre su venganza, entonces siempre está la autoridad, sacudiendo su cabeza suavemente y diciendo: “Entendemos, pero eres una mejor persona si lo dejas ir. Si sobresales. Si no te rebajas a su nivel. Y además,” dice la autoridad, “si tratas de hacer algo estúpido te encerraremos en un pequeño cuarto.”



Pero ya te encerraron en un pequeño cuarto, ¿no es así? Solo que en realidad no lo cierran con llave o lo vigilan siquiera, porque eres un lisiado. Un cadáver. Un vegetal que probablemente no recordaría comer o cagar si alguien no estuviese ahí para recordártelo.



Y respecto al paso del tiempo, bueno, eso realmente ya no aplica a tí, ¿no es así? Únicamente los mismos diez minutos, una y otra vez. ¿Entonces cómo puedes perdonar si no recuerdas olvidar?



Probablemente eras del tipo de personas que dejan ir las cosas, ¿o no? Antes. Pero ya no eres quien solías ser. Ni la mitad. Eres una fracción; eres el hombre de diez minutos.



Por supuesto, la debilidad es una fortaleza. Es el impulso primario. Probablemente preferirías quedarte en tu pequeño cuarto llorando. Vivir en tu infinita colección de recuerdos, puliendo cada uno con cuidado. Media vida puesta detrás de un vidrio y clavada a una pizarra como una colección de inséctos exóticos. Te gustaría vivir detrás de ese vidrio, ¿no es así? Preservado en gelatina.



Te gustaría, pero no puede, ¿o sí? No puedes por la última adición a tu colección. La última cosa que recuerdas. Su cara. Su cara y tu esposa mirándote e implorando auxilio.



Y quizá aquí es donde te podrías retirar cuando acabe. Tu pequeña colección. Te pueden encerrar en otro cuartito y vivirías el resto de tu vida en el pasado. Pero únicamente si tuvieras un pequeño pedazo de papel en la mano que diga que lo atrapaste.



Sabes que tengo razón. Que hay mucho trabajo por hacer. Puede parecer imposible, pero estoy seguro que si todos ponemos de nuestra parte se nos puede ocurrir algo. Pero no tienes mucho tiempo. De hecho solo tienes unos diez minutos. Luego todo empieza de nuevo. Así que haz algo con el tiempo que tienes.







Earl abre sus ojos y parpadea en la oscuridad. El reloj de alarma está sonando. Dice 3:20 y la luz de luna que atraviesa la ventana significa que debe ser de madrugada. Earl busca torpemente la lámpara, casi botándola en el proceso. Luz incandescente llena el cuarto, dándole un tono amarillento a los muebles de metal, a las paredes y también al sobrecama. Se pone boca arriba y mira el tramo de láminas de cielo raso amarillentas, interrumpidas por un letrero escrito a mano, pegado con cinta en el techo. Lee el letrero dos, quizá tres veces, luego parpadea y mira el cuarto que lo rodea.



Es un cuarto muy sencillo. Quizá una institución. Hay un escritorio cerca de la ventana. El escritorio está vacío, salvo por el estrepitoso reloj de alarma. Earl probablemente nota, llegado a este punto, que está totalmente vestido. Incluso tiene los zapatos puestos. Sale de la cama y camina hasta el escritorio. Nada en el cuarto sugeriría que alguien vive ahí, salvo por algunos trozos de cinta adhesiva pegados por aquí y allá en la pared. No hay fotos, ni libros, nada. Desde la ventana puede ver una luna llena brillando sobre un césped cuidado con mucho esmero.



Earl apaga la alarma y se queda viendo por un momento las dos llaves que tiene pegadas con cinta en anverso de su mano. Los toma mientras revisa las gavetas vacías. En el bolsillo izquierdo de su chaqueta encuentra un rollo de billetes de cien dólares y una carta en un sobre sellado. Revisa el resto del cuarto principal y del baño. Pedazos de cinta adhesiva, colillas de cigarros. Nada más.



Sin prestar atención, Earl juega con la protuberancia de tejido cicatrizado de su cuello y regresa a la cama. Se vuelve a acostar y mira el techo y el letrero. Dice, LENVÁNTATE, LEVÁNTATE AHORA MISMO. ESTAS PERSONAS ESTÁN TRATANDO DE MATARTE.



Earl cierra los ojos.







Trataron de enseñarte a hacer listas en la escuela primaria, ¿recuerdas? En aquellos días cuando tu agenda era el reverso de tu mano. Y si tus tareas no te cayeran en las manos ya hechas, pues entonces nunca las harías. Sin rumbo, decían. Sin disciplina. Así que trataron de que escribieras todo de alguna forma más permanente.



Por supuesto, tus maestros de primaria se orinarían de la risa si pudieran verte ahora. Porque te has convertido en el producto exacto de sus lecciones organizativas. Porque ni siquiera puedes orinar sin consultar antes una de tus listas.



Tenían razón. Las listas son el único camino fuera de este desorden.



He aquí la verdad: la gente, incluso la gente regular, no es nunca la misma persona con el mismo montón de atributos. No es así de simple. Todos estamos a merced del sistema límbico, nubarrones de electricidad cruzándose en el cerebro. Cada hombre está descompuesto en fracciones de veinticuatro horas, y luego otra vez en las mismas veinticuatro horas. Es una pantomima diaria, un hombre cediendo el control al siguiente: la parte de atrás de un escenario repleta de actores de segunda clamando por su regreso a las tablas. Cada semana, cada día. El hombre iracundo le pasa la estafeta al hombre huraño y después al adicto al sexo, al introvertido, al conversador. Cada hombre es una pandilla de idiotas en cadena.


Ésta es la tragedia de la vida. Porque por unos cuantos minutos, cada día, cada hombre se vuelve un genio. Momentos de claridad, de contemplación interior, como sea que quieras llamarlos. Las nubes se apartan, los planetas se alinean con extremo orden y todo se vuelve obvio. Debería dejar de fumar, quizá, o así es como podría hacer dinero rápido, o tal y tal son las claves para la felicidad eterna. Esa es la miserable verdad. Por unos pocos instantes los secretos del universo se abren ante nosotros. La vida es un truco barato.



Pero el genio, el sabio, tiene que entregarle el control al siguiente tipo en fila, casi siempre el tipo que solo quiere comer papas fritas y la contemplación interior y la brillantez y la salvación son ahora puestas en manos de un imbécil, de un hedonista o de un narcoléptico.



El único camino para salir de ese alboroto es, por supuesto, tomar medidas para asegurarte de controlar a los idiotas en que te conviertes. Para tomar toda la cadena y guiarla. La mejor manera de hacer esto es con una lista.



Es como una carta que te escribes a tí mismo. Un plan maestro trazado por el tipo que puede ver la luz, hecha con pasos lo suficientemente simples como para que el resto de idiotas puedan entenderla. Sigue desde el paso uno hasta el cien. Repite si es necesario.



Tu problema es un poco más grave, quizá, pero en esencia es lo mismo.



Es como una cuestión de computadoras, como la habitación china. ¿Recuerdas eso? Un tipo se sienta en un pequeño cuarto, hay cartas con letras escritas en un lenguaje que el tipo no entiende y el las va poniendo en una secuencia según las instrucciones de alguien más. Las cartas estás supuestas a decir un chiste en chino. El tipo no habla chino, por supuesto. El solo sigue instrucciones.



Hay diferencias obvias en tu situación, claro está: tú te escapaste del cuarto en el que te tenían, así que toda la empresa debe ser portátil. Y el tipo que da las instrucciones –ese eres tú también, una versión anterior de ti. Y el chiste que dices, bueno, tiene un buen final. Solo que no creo que nadie vaya a encontrarlo muy gracioso.



Así que esa es la idea. Todo lo que debes hacer es seguir tus instrucciones. Como bajar o subir una escalera. Un paso a la vez. Seguir la lista. Simple.


Y el secreto, por supuesto, para cualquier lista, es mantenerla en un lugar donde estés condenado a verlo.







Puede escuchar el zumbido a través de sus párpados. Insistente. Quiere alcanzar el reloj de alarma pero no puede mover su brazo.



Earl abre sus ojos y descubre a un hombre grande doblado sobre él. El tipo lo miore, luce molesto, entonces reanuda su trabajo. Earl mira alrededor. Demasiado oscuro para el consultorio de un doctor.



Entonces el dolor inunda su cerebro, bloqueando las otras preguntas. Se retuerce de nuevo, tratando de jalar su antebrazo, el que siente como si se estuviera quemando. El brazo no se mueve pero el hombre le frunce el ceño. Earl se acomoda en la silla para ver por encima de la cabeza del hombre.



El ruido y el dolor provienen de un arma en la mano del hombre –un arma con una aguja donde debería estar el cañón. La aguja taladra el área carnosa del antebrazo de Earl, dejando un rastro de letras hinchadas a su paso.



Earl trata de acomodarse de nuevo para tener una mejor visión, para leer las letras de su brazo, pero no puede. Se recuesta y mira el techo.



Eventualmente el tatuador apaga el ruido, limpia el antebrazo de Earl con un trozo de gaza y se va a la parte trasera para buscar un panfleto que describe cómo lidiar con una posible infección. Quizá más tarde le cuente a su esposa sobre este tipo y la nota que le tatuó. Quizá su esposa lo convenza de llamar a la policía.



Earl se mira el brazo. Las letras se levantan sobre la piel, un poco llorosas. Van desde la faja del reloj de Earl hasta la parte interior de su codo. Earl parpadea al ver el mensaje y lo lee de nuevo. Dice, en pequeñas y cuidadosas letras mayúsculas, YO VIOLÉ Y ASESINÉ A TU ESPOSA.







Hoy es tu cumpleaños, así que te conseguí un pequeño regalo. Te hubiese podido invitar a una cerveza pero quién sabe cómo podría terminar eso.



Así que mejor te conseguí una campana. Quizá haya tenido que empeñar tu reloj para comprarla, pero para qué diablos querrías un reloj de todas formas.



Probablemente te preguntes por qué una campana. En realidad, creo que te preguntarás eso mismo cada vez que la encuentres en tu bolsillo. Yo son muchas de estas cartas. Demasiadas para que puedas revolverlas en busca de la respuesta a alguna pregunta tonta.



Es un chiste, de hecho. Pero míralo de esta forma: en realidad no me estoy riendo tanto de tí como contigo.


Me gustaría pensar que cada vez que la saques de tu bolsillo y te preguntes por qué tienes esa campana una pequeña parte de ti, una pequeña parte de tu cerebro atrofiado, recuerde y se ría, como yo me rio ahora.



Ademas, sí sabes la respuesta. Fue algo que aprendiste antes. Así que si piensas al respecto, sabrás.



En los viejos tiempos a la gente le obsesionaba el miedo de ser enterrados con vida. ¿Ahora recuerdas? La ciencia médica no era lo que es hoy, no era raro para la gente despertar de pronto en un ataúd. Así que la gente de dinero hacían poner a sus ataúdes tubos para respirar. Pero el tubo no era lo suficientemente grande para que un grito pudiera salir, al menos no lo necesario para captar la atención, entonces una cuerda corría por el tubo hasta una pequeña campana instalada en la lápida. Si una persona regresaba a la vida, todo lo que tenía que hacer era tocar su campanita hasta que alguien llegara a desenterrarlo.



Estoy riendo ahora, imaginándote en un bus o quizá en un restaurante de comida rápida, metiendo la mano en tu bolsillo y encontrando tu pequeña campana y preguntándote a tí mismo de donde salió, por qué la tienes. Quizá hasta la toques.



Feliz cumpleaños, amigo.



No sé a quién se le ocurrió la solución a nuestro problema mutuo, así que no sé si felicitarte o felicitarme. Un pequeño cambio en el estilo de vida, ciertamente, pero una solución elegante, sin embargo.



Mírate a tí mismo para encontrar la respuesta.



Eso suena como algo que podrías leer en una tarjeta de ocasión. No sé cuándo lo pensaste, pero me quito el sombrero ante ti. No es que tengas idea de qué diablos estoy hablando. Pero, honestamente, una verdadera lluvia de ideas. Todo mundo necesita espejos para recordarse a sí mismos quiénes son. Tu no eres la excepción.







La pequeña voz metálica hace una pausa, luego repite: “La hora es 8:00 a.m. Esta es una llamada de cortesía.” Earl abre sus ojos y vuelve a colgar el auricular. El teléfono está puesto sobre una moldura barata que se estira desde atrás de la cama, hace un curva para encontrarse con una esquina y termina en un minibar. La TV sigue encendida: borrones de carne parloteando entre sí. Earl se recuesta y se sorprende de verse ahora más viejo, bronceado, con mechones de cabello como destellos de sol. El espejo del techo está rajado, su reflejo se opacaba en los dobleces. Earl continúa observándose, asombrado por lo que ve. Está totalmente vestido, pero las ropas que lleva son viejas, raídas en algunos lugares.



Earl siente el sitio familiar en su muñeca derecha donde siempre lleva el reloj, pero no está. Pasa la mirada del espejo a su brazo. Está desnudo y la piel ha cambiado a un bronceado parejo, como si nunca hubiese tenido un reloj. La piel tiene un color parejo, salvo por la sólida flecha negra en el interior de la muñeca de Earl, apuntando a la manga de su camisa. Se queda viendo la fecha por un momento. Quizá ya no trata de borrársela con la mano. Se sube la manga.



La flecha apunta a un oración tatuada en toda la parte interior del brazo de Earl. Earl lee la oración una, quizá dos veces. Otra flecha parte desde el incio de la oración, apuntando más arriba del brazo de Earl y desaparece bajo la manga recogida. Se desabrocha la camisa.



La flecha sube por el brazo de Earl, atraviesa su hombro y desciende hasta la parte superior de su torso, terminando en la imagen del rostro de un hombre que ocupa gran parte de su pecho. La foto es de un hombre robusto, algo calvo, con una barba de candado. Es un rostro particular, pero como en un boceto de la policía tiene algo de irrealidad.



El resto de la parte superior de su torso está cubierta de palabras, frases, trozos de información e instrucciones, todo escrito al revés en Earl y derecho en el espejo.



Eventualmente Earl se siente, se abrocha la camisa y camina hasta el escritorio. Saca un lapicero y un pedazo de papel de la gaveta del escritorio, se siente y empieza a escribir.









No sé dónde vas a estar cuando leas esto. Ni siquiera estoy seguro si te vas a tomar la molestia de leerlo. Supongo que no necesitas hacerlo.



Es una lástima, realmente, que tú y yo nunca nos vayamos a conocer. Pero, como dice la canción, “para cuando leas esta nota yo ya no estaré.”



Somos tan cercanos ahora. Así se siente. Tantas piezas rearmadas, descifradas. Supongo que es solo una cuestión de tiempo para que lo encuentres.



Quién sabe qué hemos hecho para llegar hasta aquí. Debe ser una historia increíble, si tan solo pudieras recordar. Supongo que es mejor que no puedas.



Se me acaba de ocurrir algo. Quizá te sea útil.



Todo mundo está esperando que llegue el final, ¿pero qué tal si el final ya pasó? ¿Qué tal si el chiste final del Día del Juicio es que ya llegó y pasó y ni siquiera nos dimos cuenta? El Apocalipsis llega silencioso; los elegidos son pastoreados hasta el cielo y el resto de nosotros, los que fallamos la prueba, solo seguimos, obviamente. Ya muertos, vagando tiempo después de que los dioses dejaron de seguirnos la pista, todavía optimista respecto al futuro.



Supongo que si eso es correcto, entonces no importa lo que hagas. Si no puedes encontrarlo, pues no importa, porque nada importa. Y si lo encuentras, entonces puedes matarlo sin preocuparte por las consecuencias. Porque no hay consecuencias.



En eso estoy pensando ahora mismo, en cuarto de mala muerte. Cuadros enmarcados de barcos en la pared. No sé, obviamente, pero si tuviera que adivinar, diría que estamos en algún lugar cerca de la costa. Si te estás preguntando por qué tu brazo izquierdo es cinco tonos más oscuro que el derecho, no sé qué decirte. Supongo que hemos estado conduciendo por bastante tiempo. Y no, no sé qué pasó con tu reloj.





Todas estas llaves: no tengo idea. No hay una que reconozca. Llaves de carro y de casa y las pequeñas llaves para candados ¿Qué hemos estado haciendo?



Me pregunto si se sentirá estúpido cuando lo encuentres. Atrapado por el hombre de diez minutos. Asesinado por un vegetal.



Yo me habré ido en un momento. Pondré el lápiz, cerraré los ojos y entonces puedes leer esto si quieres.



Solo quería que supieras que estoy orgulloso de ti. No hay nadie más que imprta que lo diga. Nadie más va a quererte.







Los ojos de Earl están bien abiertos y miran a través de la ventana del carro. Ojos sonrientes. Sonriendo a la multitud que se congrega del otro lado de la calle a través de la ventanilla. La multitud que se congrega en torno del cadáver en la entrada de la casa. El cadáver que se vaciaba lentamente sobre la acera y la cuneta. Un hombre robusto, boca abajo, ojos abiertos. Algo calvo, barba de candado. En la muerte, como en los bocetos policiales, los rostros tienden a parecer el mismo.


Earl sigue sonriendo al cadáver mientras el carro se aleja de la acera ¿El carro? Quién sabe. Quizá es una patrulla de policía. Quizá es solo un taxi.



Mientras el carro es tragado por el tráfico, los ojos de Earl continúan brillando en medio de la noche, viendo el cadáver hasta que desaparece en una rueda de peatones preocupados. Ríe para sí mismo mientras el carro continúa imponiendo distancia entre él y la multitud que crece.



La sonrisa de Earl se borra un poco. Algo le ha ocurrido. Empieza a palpar sus bolsillos; primero sin prisa, como un hombre que busca sus llaves, luego un poco más desesperadamente. Quizá su intento se ve impedido por un par de esposas. Empieza a vaciar el contenido de sus bolsillos en el asiento de al lado. Algo de dinero. Un manojo de llaves. Trozos de papel.



Una pieza de metal redonda rueda desde el bolsillo de Earl y se desliza en el asiento de vinilo. Ahora Earl está desesperado. Golpea la pieza de plástico que está entre él y el conductor, rogando por un lapicero. Quizá el taxista no habla mucho español. Quizá el policía no acostumbra hablar con sospechosos. De cualquier forma, la pieza que separa al hombre de atrás del hombre de adelante permanece cerrada. No habrá lapicero.



El carro paso por un bache y Earl parpadea a su reflejo en la ventana trasera. Ahora está tranquilo. El conductor gira y la pieza de metal se desliza de regreso junto a la pierna de Earl con un leve tintineo. La agarra y la mira, ahora curioso. Es una campanita. Una pequeña campana de metal. Grabados en ella están su nombre y algunos datos. Reconoce el primero: el año en que nació. Pero el segundo dato no significa nada para él. Nada de nada.



Mientras le da la vuelta a la campana en su mano nota el espacio vacío en su muñeca donde solía estar su reloj. Ahí hay una pequeña flecha que apunta hacia arriba de su brazo. Earl mira la flecha y empieza a recogerse la manga.







“Vas a llegar tarde a tu propio funeral,” decía ella. ¿Te acuerdas? Entra más pienso en ello, más trillado lo encuentro ¿Qué clase de idiota, después de todo, está desesperado por llegar al final de su propia historia?



¿Y cómo habría iba a saber si había llegado tardes de todos modos? Ya no tengo un reloj. No sé qué hice con él.



¿Para qué diablos necesitas un reloj de todas formas? Peso muerto jalando tu muñeca. Símbolo del viejo tú. El tú que creía en el tiempo.



No. Corrige eso. No es tanto que hayas perdido la fe en el tiempo como que el tiempo ha perdido la fe en ti ¿Y, de todos modos, quién lo necesita? ¿Quién quiere ser uno de esos pendejos que viven en la seguridad del futuro, en la seguridad del momento después del momento en que sintieron algo poderoso? Viviendo el siguiente momento, en el cual no sienten nada. Arrastrándose bajo las manecillas del reloj, lejos de la gente que les hizo cosas innombrables. Creyendo la mentira de que el tiempo curará todas las heridas –lo cual es una manera delicada de decir que que el tiempo nos entumece.



Pero tú eres diferente. Eres más perfecto. El tiempo es tres cosas para la mayoría de las personas, pero para ti, para nosotros, solo una. Una singularidad. Un momento. Este momento. Como que eres el centro del reloj, el eje sobre el que giran las manecillas. El tiempo se mueve alrededor tuyo pero nunca te mueve. Ha perdido su habilidad para afectarte. ¿Cómo dicen? ¿El tiempo es un ladrón? No para tí. Cierra los ojos y podrás empezar todo de nuevo. Conjura esa emoción necesaria, fresca como rosas.



El tiempo es una ridiculez. Una abstracción. Lo único que importa en este momento. Este momento momento un millón de veces más. Tienes que confiar en mí. Si este momento se repite lo suficiente, si sigues intentado –y debes seguir intentando– eventualmente te toparás con el siguiente punto en tu lista.


 ***


Jonathan Nolan nació en Londres, Inglaterra, hijo de un padre inglés y una madre americana. Tiene doble nacionalidad entre el Reino Unido y Estados Unidos. Nolan creció en la zona de Chicago y es hermano de Christopher Nolan, que también es guionista-director-productor. A diferencia de su hermano, Jonathan fue educado principalmente en EE.UU. y habla con un acento americano. 

Nolan empezó escribiendo ficción y pronto pasó a escribir películas, trabajando junto a su hermano. La historia corta Memento Mori de Nolan fue utilizada por su hermano mayor como base para la exitosa película Memento. Jonathan no tuvo ningún crédito por la película o el guión original, pero los hermanos compartieron una nominación a un premio Óscar por mejor guión ya que la película fue estrenada antes de que la historia se publicase.
En 2005, Nolan y su hermano co-escribieron el guión para la película The Prestige, basado en un libro de Christopher Priest. Nolan co-escribió el guión de The Dark Knight junto con su hermano y la película acabaría siendo la película de Batman con mejor éxito financiero de todos los tiempos. Los hermanos también colaboraron escribiendo el guión de The Dark Knight Rises.
Jonathan Nolan es el co-autor del guión de Interstellar, la próxima película de Christopher Nolan, que se estrenará en 2014.