21/5/14

"MEMENTO MORI" de Jonathan Nolan.




de Jonathan Nolan

traducción Luis Báez



What like a bullet can undeceive!

Herman Melville





Tu esposa solía decir que ibas a llegar tarde a tu propio funeral. ¿Recuerdas? Su pequeño chiste, porque eras un desastre –siempre tarde, siempre olvidando las cosas, incluso antes del incidente.



Ahora quizá te estés preguntando si llegaste tarde al suyo.



Estabas ahí, de eso puedes estar seguro. Para eso es la foto –la que está clavada en la pared, cerca de la puerta. No es usual tomar fotos en un funeral, pero alguien, tus doctores, supongo, sabían que no lo ibas a recordar. La dejaron vistosa junto a la puerta, para que no pudieras evadirla cada vez que te levantaras buscando a tu esposa.



¿El tipo en la foto, el de las flores? Ese eres tú. ¿Y qué estás haciendo? Estás leyendo la lápida, tratando de averiguar en el funeral de quién estás, igual a como la estás leyendo ahora, tratando de averiguar por qué alguien pegó esa foto junto a tu puerta. ¿Pero por qué habrías de molestarte en leer algo que no vas a recordar?



Ella se ha ido para siempre y seguro ahora mismo sientes dolor por saber la noticia. Créeme, sé cómo te sientes. Seguro estás destrozado. Pero dale cinco minutos, quizá diez. Quizá pueda pasar media hora antes que lo olvides.



Pero lo olvidarás –te lo garantizo. En unos pocos minutos caminarás hacia la puerta, preguntándote de nuevo dónde está tu esposa, destrozándote en dolor cuando encuentres la foto. ¿Cuántas veces tienes que conocer la noticia para que alguna otra parte de tu cuerpo, otra que no sea ese cerebro defectuoso que tienes, empiece a recordar?



Dolor infinito, rabia infinita. Inútil y sin dirección. Quizá no puedas entender lo que pasó. Tampoco puedo decir que yo entienda. Amnesia reversiva. Eso dicen los síntomas. No puedes recordar nada. Sé tanto como tú.



Quizá no puedas entender qué fue lo que te pasó. Pero no recuerdas qué fue lo que le pasó a ella, ¿o sí? Los doctores no quieren hablar al respecto. Se niegan a contestar mis preguntas. Ellos no creen que sea adecuado que un hombre en tu condición escuche ese tipo de cosas. ¿Pero recuerdas lo suficiente, no es así? Recuerdas su rostro.



Por eso es que te estoy escribiendo. Fútil, quizá. No sé cuántas veces tendrás que leer esto antes de que me escuches. Ni siquiera sé cuánto tiempo llevas encerrado en este cuarto. Tú tampoco lo sabes. Pero la ventaja que te da olvidar es que olvidarás comprender que eres una causa perdida.



Tarde o temprano querrás hacer algo al respecto. Y cuando así sea, simplemente tendrás que confiar en mí, porque soy el único que puede ayudarte.







Earl abre un ojo y luego el otro a un tramo de láminas de cielo raso blancas interrumpidas por un letrero escrito a mano pegado con cinta justo encima de su cabeza, lo suficientemente grande para poder leerlo desde la cama. Un reloj de alarma suena en alguna parte. Lee la señal, parpadea, lee de nuevo, luego echa un vistazo al cuarto.



Es un cuarto blanco, abrumadoramente blanco, desde las paredes y las cortinas hasta los muebles institucionales y el cubrecama. El reloj de alarma suena desde el escritorio blanco, bajo la ventana con las cortinas blancas. Llegado a este punto Earl probablemente nota que está acostado sobre su edredón blanco. Ya tiene puestas una bata y unas pantuflas.



Se recuesta y vuelve a leer el letrero. Dice, en grandes letras mayúsculas, ESTE ES TU CUARTO. ESTE ES EL CUARTO DE UN HOSPITAL. AQUÍ ES DONDE VIVES AHORA.



Earl se levanta y echa un vistazo. El cuarto es muy grande para ser de un hospital –linóleo hueco que se dilata desde la cama en tres direcciones. Dos puertas y una ventana. La vista no ayuda mucho que se diga –un encierro de árboles en el centro de un parche de césped cuidado con mucho esmero que termina en dos carriles de asfalto. Los árboles, salvo los de hoja perenne, están desnudos –inicio de primavera o final de otoño, una o la otra.



Cada pulgada del escritorio está cubierta con notas escritas en Post-it, libretas de tamaño legal, listas pulcramente impresas, libros de texto sobre psicología, fotos enmarcadas. Encima del desastre hay un crucigrama a medio terminar. El reloj de alarma se balancea sobre un montón de periódicos doblados. Earl apaga la alarma y toma un cigarrillo del paquete que tiene pegado con cinta en la manga de su bata. Se palmea los bolsillos laterales en busca de fuego. Hurga entre los papeles, busca rápidamente en las gavetas. Eventualmente encuentra una caja de fósforos de cocina pegada con cinta en la pared que está junto a la ventana. Otro letrero está pegado con cinta justo sobre la caja. Dice, en grandes letras amarillas, ¿CIGARRILLO? PRIMERO REVISA SI HAY ALGUNO ENCENDIDO, ESTÚPIDO.



Earl se ríe del letrero, enciende su cigarrillo y le da una larga calada. Pegada en la ventana encuentra otra hoja de papel titulada TU HORARIO.


Las horas están distribuidas en bloques: 10:00 p.m. a 8:00 a.m. está marcado como REGRESA A DORMIR. Earl consulta el reloj de alarma: 8:15. Dada la luz de afuera debe ser de mañana. Revisa su reloj de pulsera: 10:30. Lo pega a su oído y escucha. Entonces lo ajusta para que vaya con el reloj de alarma.



De acuerdo al horario, todo el bloque que va desde las 8:00 hasta las 8:30 está marcado como LÁVATE LOS DIENTES. Earl vuelve a reír y camina hacia el baño.



La ventana del baño está abierta. Mientras aletea para mantenerse caliente, nota un cenicero en el alféizar. Un cigarrillo se consume firmemente dejando un largo dedo de ceniza. Frunce el ceño, apaga la vieja colilla y remplaza con la nueva.



El cepillo de dientes ya ha sido untado con pasta. El grifo es de los que tienen un botón que se debe presionar para que salga una dosis de agua. Earl mete el cepillo dentro de su mejilla y empieza a moverlo de atrás hacia adelante mientras abre el gabinete de las medicinas. Las repisas están llenas de paquetes individuales de vitaminas, aspirinas, antidiuréticos. El enjuague bucal también viene en un paquete individual, más o menos el equivalente a un trago de líquido azul en una pequeña botella plástica. Únicamente la pasta de diente es de tamaño regular. Earl escupe la pasta y se llena la boca de enjuague. Mientras pone el cepillo junto a la pasta, nota un pequeño trozo de papel metido entre la repisa de vidrio y el fondo de acero del gabinete de las medicinas. Escupe el fluido azul y espumoso en el lavamanos y presiona el botón del grifo para lavarlo. Cierra el gabinete de las medicinas y sonríe a su reflejo en el espejo.



“¿Quién necesita media hora para lavarse los dientes?”



El papel ha sido doblado hasta un tamaño minúsculo con la precisión de una nota de amor de un niño de sexto grado. Earl lo desdobla y lo pone contra el espejo. Lee–



SI TODAVÍA PUEDES LEER ESTO ERES UN MALDITO COBARDE.



Earl se queda viendo el papel, entonces lo vuelve a leer. Lo voltea. En la parte posterior lee–



P.S.: DESPUÉS DE QUE LEAS ESTO VUÉLVELO A ESCONDER.


Quizá entonces nota la cicatriz. Comienza justo debajo de la oreja, gruesa y escarpada, y desaparece abruptamente en la línea del cabello. Earl gira la cabeza y mira de reojo para seguir el curso de la cicatriz. Lo sigue con la punta de su dedo, luego mira hacia abajo y encuentra el cigarrillo que se consume en el cenicero. Un pensamiento se apodera de él y sale rápidamente del baño.



Está sujetando la puerta del cuarto, una mano en el picaporte. Hay dos fotos pegadas con cinta en la pared de la puerta. Lo que primero le llamó la atención fue la imagen de resonancia magnética, un marco negro lustroso con cuatro ventanas que mostraban la calavera de alguien. La imagen tiene escrito en marcador TU CEREBRO. Earl se queda viéndola. Círculos concéntricos en diferentes colores. Puede intuir sus grandes globos oculares y, detrás de ellos, los lóbulos gemelos de su cerebro.



Se inclina para ver la otra imagen. Es una fotografía de un hombre que sostiene unas flores ante una tumba fresca. El hombre está inclinado, leyendo la lápida. Por un momento esto luce como un salón de espejos o los inicios de un esbozo del infinito: el hombre que se inclina para ver la foto del hombre más pequeño que se inclina para leer la lápida. Earl se queda viendo la foto por un largo rato. Tal vez empieza a llorar. Tal vez solo se queda viendo la foto en silencio. Eventualmente se abre paso de regreso a la cama, se deja caer, cierra los ojos con fuerza y trata de dormir.



El cigarrillo se consume firmemente en el baño. Un circuito en el reloj de alarma hace una cuenta regresiva y empieza a sonar de nuevo.



Earl abre un ojo y luego el otro a un tramo de láminas de cielo raso blancas interrumpidas por un letrero escrito a mano, pegado con cinta justo encima de su cabeza, lo suficientemente grande para poder leerlo desde la cama.







Ya no puedes volver a tener una vida normal. Debes saberlo. ¿Cómo podrías tener una novia si no eres capaz de recordar su nombre? No puedes tener hijos, al menos que quieras que crezcan con un padre que no puede reconocerlos. Claro está que no puedes mantener un trabajo. No hay muchas profesiones por ahí que valoren el ser olvidadizo. La prostitución, quizá. La política, por supuesto.



No. Tu vida está acabada. Eres hombre muerto. Lo único que los doctores tienen esperanzas de poder hacer es enseñarte a dejar de ser una carga para los guardias del hospital. Y probablemente nunca te dejen ir a casa, donde quiera que eso sea.


Entonces la cuestión no es “ser o no ser,” porque tú no eres. La cuestión es si quieres hacer algo al respecto. Si la venganza significa algo para tí.



Para la mayoría significa algo. Por unas cuantas semanas conspiran, trazan planes, toman las medidas para ajustar las cuentas. Pero el paso del tiempo es todo lo que se necesita para mermar ese impulso inicial. El tiempo es un ladrón, ¿no es eso lo que dicen? Y el tiempo eventualmente llega a convencer a la mayoría de nosotros de que el perdón es una virtud. Convenientemente, la cobardía y el perdón lucen idénticos a cierta distancia. El tiempo se roba tu valor.



Si el tiempo y el miedo no son suficientes para disuadir a la gente sobre su venganza, entonces siempre está la autoridad, sacudiendo su cabeza suavemente y diciendo: “Entendemos, pero eres una mejor persona si lo dejas ir. Si sobresales. Si no te rebajas a su nivel. Y además,” dice la autoridad, “si tratas de hacer algo estúpido te encerraremos en un pequeño cuarto.”



Pero ya te encerraron en un pequeño cuarto, ¿no es así? Solo que en realidad no lo cierran con llave o lo vigilan siquiera, porque eres un lisiado. Un cadáver. Un vegetal que probablemente no recordaría comer o cagar si alguien no estuviese ahí para recordártelo.



Y respecto al paso del tiempo, bueno, eso realmente ya no aplica a tí, ¿no es así? Únicamente los mismos diez minutos, una y otra vez. ¿Entonces cómo puedes perdonar si no recuerdas olvidar?



Probablemente eras del tipo de personas que dejan ir las cosas, ¿o no? Antes. Pero ya no eres quien solías ser. Ni la mitad. Eres una fracción; eres el hombre de diez minutos.



Por supuesto, la debilidad es una fortaleza. Es el impulso primario. Probablemente preferirías quedarte en tu pequeño cuarto llorando. Vivir en tu infinita colección de recuerdos, puliendo cada uno con cuidado. Media vida puesta detrás de un vidrio y clavada a una pizarra como una colección de inséctos exóticos. Te gustaría vivir detrás de ese vidrio, ¿no es así? Preservado en gelatina.



Te gustaría, pero no puede, ¿o sí? No puedes por la última adición a tu colección. La última cosa que recuerdas. Su cara. Su cara y tu esposa mirándote e implorando auxilio.



Y quizá aquí es donde te podrías retirar cuando acabe. Tu pequeña colección. Te pueden encerrar en otro cuartito y vivirías el resto de tu vida en el pasado. Pero únicamente si tuvieras un pequeño pedazo de papel en la mano que diga que lo atrapaste.



Sabes que tengo razón. Que hay mucho trabajo por hacer. Puede parecer imposible, pero estoy seguro que si todos ponemos de nuestra parte se nos puede ocurrir algo. Pero no tienes mucho tiempo. De hecho solo tienes unos diez minutos. Luego todo empieza de nuevo. Así que haz algo con el tiempo que tienes.







Earl abre sus ojos y parpadea en la oscuridad. El reloj de alarma está sonando. Dice 3:20 y la luz de luna que atraviesa la ventana significa que debe ser de madrugada. Earl busca torpemente la lámpara, casi botándola en el proceso. Luz incandescente llena el cuarto, dándole un tono amarillento a los muebles de metal, a las paredes y también al sobrecama. Se pone boca arriba y mira el tramo de láminas de cielo raso amarillentas, interrumpidas por un letrero escrito a mano, pegado con cinta en el techo. Lee el letrero dos, quizá tres veces, luego parpadea y mira el cuarto que lo rodea.



Es un cuarto muy sencillo. Quizá una institución. Hay un escritorio cerca de la ventana. El escritorio está vacío, salvo por el estrepitoso reloj de alarma. Earl probablemente nota, llegado a este punto, que está totalmente vestido. Incluso tiene los zapatos puestos. Sale de la cama y camina hasta el escritorio. Nada en el cuarto sugeriría que alguien vive ahí, salvo por algunos trozos de cinta adhesiva pegados por aquí y allá en la pared. No hay fotos, ni libros, nada. Desde la ventana puede ver una luna llena brillando sobre un césped cuidado con mucho esmero.



Earl apaga la alarma y se queda viendo por un momento las dos llaves que tiene pegadas con cinta en anverso de su mano. Los toma mientras revisa las gavetas vacías. En el bolsillo izquierdo de su chaqueta encuentra un rollo de billetes de cien dólares y una carta en un sobre sellado. Revisa el resto del cuarto principal y del baño. Pedazos de cinta adhesiva, colillas de cigarros. Nada más.



Sin prestar atención, Earl juega con la protuberancia de tejido cicatrizado de su cuello y regresa a la cama. Se vuelve a acostar y mira el techo y el letrero. Dice, LENVÁNTATE, LEVÁNTATE AHORA MISMO. ESTAS PERSONAS ESTÁN TRATANDO DE MATARTE.



Earl cierra los ojos.







Trataron de enseñarte a hacer listas en la escuela primaria, ¿recuerdas? En aquellos días cuando tu agenda era el reverso de tu mano. Y si tus tareas no te cayeran en las manos ya hechas, pues entonces nunca las harías. Sin rumbo, decían. Sin disciplina. Así que trataron de que escribieras todo de alguna forma más permanente.



Por supuesto, tus maestros de primaria se orinarían de la risa si pudieran verte ahora. Porque te has convertido en el producto exacto de sus lecciones organizativas. Porque ni siquiera puedes orinar sin consultar antes una de tus listas.



Tenían razón. Las listas son el único camino fuera de este desorden.



He aquí la verdad: la gente, incluso la gente regular, no es nunca la misma persona con el mismo montón de atributos. No es así de simple. Todos estamos a merced del sistema límbico, nubarrones de electricidad cruzándose en el cerebro. Cada hombre está descompuesto en fracciones de veinticuatro horas, y luego otra vez en las mismas veinticuatro horas. Es una pantomima diaria, un hombre cediendo el control al siguiente: la parte de atrás de un escenario repleta de actores de segunda clamando por su regreso a las tablas. Cada semana, cada día. El hombre iracundo le pasa la estafeta al hombre huraño y después al adicto al sexo, al introvertido, al conversador. Cada hombre es una pandilla de idiotas en cadena.


Ésta es la tragedia de la vida. Porque por unos cuantos minutos, cada día, cada hombre se vuelve un genio. Momentos de claridad, de contemplación interior, como sea que quieras llamarlos. Las nubes se apartan, los planetas se alinean con extremo orden y todo se vuelve obvio. Debería dejar de fumar, quizá, o así es como podría hacer dinero rápido, o tal y tal son las claves para la felicidad eterna. Esa es la miserable verdad. Por unos pocos instantes los secretos del universo se abren ante nosotros. La vida es un truco barato.



Pero el genio, el sabio, tiene que entregarle el control al siguiente tipo en fila, casi siempre el tipo que solo quiere comer papas fritas y la contemplación interior y la brillantez y la salvación son ahora puestas en manos de un imbécil, de un hedonista o de un narcoléptico.



El único camino para salir de ese alboroto es, por supuesto, tomar medidas para asegurarte de controlar a los idiotas en que te conviertes. Para tomar toda la cadena y guiarla. La mejor manera de hacer esto es con una lista.



Es como una carta que te escribes a tí mismo. Un plan maestro trazado por el tipo que puede ver la luz, hecha con pasos lo suficientemente simples como para que el resto de idiotas puedan entenderla. Sigue desde el paso uno hasta el cien. Repite si es necesario.



Tu problema es un poco más grave, quizá, pero en esencia es lo mismo.



Es como una cuestión de computadoras, como la habitación china. ¿Recuerdas eso? Un tipo se sienta en un pequeño cuarto, hay cartas con letras escritas en un lenguaje que el tipo no entiende y el las va poniendo en una secuencia según las instrucciones de alguien más. Las cartas estás supuestas a decir un chiste en chino. El tipo no habla chino, por supuesto. El solo sigue instrucciones.



Hay diferencias obvias en tu situación, claro está: tú te escapaste del cuarto en el que te tenían, así que toda la empresa debe ser portátil. Y el tipo que da las instrucciones –ese eres tú también, una versión anterior de ti. Y el chiste que dices, bueno, tiene un buen final. Solo que no creo que nadie vaya a encontrarlo muy gracioso.



Así que esa es la idea. Todo lo que debes hacer es seguir tus instrucciones. Como bajar o subir una escalera. Un paso a la vez. Seguir la lista. Simple.


Y el secreto, por supuesto, para cualquier lista, es mantenerla en un lugar donde estés condenado a verlo.







Puede escuchar el zumbido a través de sus párpados. Insistente. Quiere alcanzar el reloj de alarma pero no puede mover su brazo.



Earl abre sus ojos y descubre a un hombre grande doblado sobre él. El tipo lo miore, luce molesto, entonces reanuda su trabajo. Earl mira alrededor. Demasiado oscuro para el consultorio de un doctor.



Entonces el dolor inunda su cerebro, bloqueando las otras preguntas. Se retuerce de nuevo, tratando de jalar su antebrazo, el que siente como si se estuviera quemando. El brazo no se mueve pero el hombre le frunce el ceño. Earl se acomoda en la silla para ver por encima de la cabeza del hombre.



El ruido y el dolor provienen de un arma en la mano del hombre –un arma con una aguja donde debería estar el cañón. La aguja taladra el área carnosa del antebrazo de Earl, dejando un rastro de letras hinchadas a su paso.



Earl trata de acomodarse de nuevo para tener una mejor visión, para leer las letras de su brazo, pero no puede. Se recuesta y mira el techo.



Eventualmente el tatuador apaga el ruido, limpia el antebrazo de Earl con un trozo de gaza y se va a la parte trasera para buscar un panfleto que describe cómo lidiar con una posible infección. Quizá más tarde le cuente a su esposa sobre este tipo y la nota que le tatuó. Quizá su esposa lo convenza de llamar a la policía.



Earl se mira el brazo. Las letras se levantan sobre la piel, un poco llorosas. Van desde la faja del reloj de Earl hasta la parte interior de su codo. Earl parpadea al ver el mensaje y lo lee de nuevo. Dice, en pequeñas y cuidadosas letras mayúsculas, YO VIOLÉ Y ASESINÉ A TU ESPOSA.







Hoy es tu cumpleaños, así que te conseguí un pequeño regalo. Te hubiese podido invitar a una cerveza pero quién sabe cómo podría terminar eso.



Así que mejor te conseguí una campana. Quizá haya tenido que empeñar tu reloj para comprarla, pero para qué diablos querrías un reloj de todas formas.



Probablemente te preguntes por qué una campana. En realidad, creo que te preguntarás eso mismo cada vez que la encuentres en tu bolsillo. Yo son muchas de estas cartas. Demasiadas para que puedas revolverlas en busca de la respuesta a alguna pregunta tonta.



Es un chiste, de hecho. Pero míralo de esta forma: en realidad no me estoy riendo tanto de tí como contigo.


Me gustaría pensar que cada vez que la saques de tu bolsillo y te preguntes por qué tienes esa campana una pequeña parte de ti, una pequeña parte de tu cerebro atrofiado, recuerde y se ría, como yo me rio ahora.



Ademas, sí sabes la respuesta. Fue algo que aprendiste antes. Así que si piensas al respecto, sabrás.



En los viejos tiempos a la gente le obsesionaba el miedo de ser enterrados con vida. ¿Ahora recuerdas? La ciencia médica no era lo que es hoy, no era raro para la gente despertar de pronto en un ataúd. Así que la gente de dinero hacían poner a sus ataúdes tubos para respirar. Pero el tubo no era lo suficientemente grande para que un grito pudiera salir, al menos no lo necesario para captar la atención, entonces una cuerda corría por el tubo hasta una pequeña campana instalada en la lápida. Si una persona regresaba a la vida, todo lo que tenía que hacer era tocar su campanita hasta que alguien llegara a desenterrarlo.



Estoy riendo ahora, imaginándote en un bus o quizá en un restaurante de comida rápida, metiendo la mano en tu bolsillo y encontrando tu pequeña campana y preguntándote a tí mismo de donde salió, por qué la tienes. Quizá hasta la toques.



Feliz cumpleaños, amigo.



No sé a quién se le ocurrió la solución a nuestro problema mutuo, así que no sé si felicitarte o felicitarme. Un pequeño cambio en el estilo de vida, ciertamente, pero una solución elegante, sin embargo.



Mírate a tí mismo para encontrar la respuesta.



Eso suena como algo que podrías leer en una tarjeta de ocasión. No sé cuándo lo pensaste, pero me quito el sombrero ante ti. No es que tengas idea de qué diablos estoy hablando. Pero, honestamente, una verdadera lluvia de ideas. Todo mundo necesita espejos para recordarse a sí mismos quiénes son. Tu no eres la excepción.







La pequeña voz metálica hace una pausa, luego repite: “La hora es 8:00 a.m. Esta es una llamada de cortesía.” Earl abre sus ojos y vuelve a colgar el auricular. El teléfono está puesto sobre una moldura barata que se estira desde atrás de la cama, hace un curva para encontrarse con una esquina y termina en un minibar. La TV sigue encendida: borrones de carne parloteando entre sí. Earl se recuesta y se sorprende de verse ahora más viejo, bronceado, con mechones de cabello como destellos de sol. El espejo del techo está rajado, su reflejo se opacaba en los dobleces. Earl continúa observándose, asombrado por lo que ve. Está totalmente vestido, pero las ropas que lleva son viejas, raídas en algunos lugares.



Earl siente el sitio familiar en su muñeca derecha donde siempre lleva el reloj, pero no está. Pasa la mirada del espejo a su brazo. Está desnudo y la piel ha cambiado a un bronceado parejo, como si nunca hubiese tenido un reloj. La piel tiene un color parejo, salvo por la sólida flecha negra en el interior de la muñeca de Earl, apuntando a la manga de su camisa. Se queda viendo la fecha por un momento. Quizá ya no trata de borrársela con la mano. Se sube la manga.



La flecha apunta a un oración tatuada en toda la parte interior del brazo de Earl. Earl lee la oración una, quizá dos veces. Otra flecha parte desde el incio de la oración, apuntando más arriba del brazo de Earl y desaparece bajo la manga recogida. Se desabrocha la camisa.



La flecha sube por el brazo de Earl, atraviesa su hombro y desciende hasta la parte superior de su torso, terminando en la imagen del rostro de un hombre que ocupa gran parte de su pecho. La foto es de un hombre robusto, algo calvo, con una barba de candado. Es un rostro particular, pero como en un boceto de la policía tiene algo de irrealidad.



El resto de la parte superior de su torso está cubierta de palabras, frases, trozos de información e instrucciones, todo escrito al revés en Earl y derecho en el espejo.



Eventualmente Earl se siente, se abrocha la camisa y camina hasta el escritorio. Saca un lapicero y un pedazo de papel de la gaveta del escritorio, se siente y empieza a escribir.









No sé dónde vas a estar cuando leas esto. Ni siquiera estoy seguro si te vas a tomar la molestia de leerlo. Supongo que no necesitas hacerlo.



Es una lástima, realmente, que tú y yo nunca nos vayamos a conocer. Pero, como dice la canción, “para cuando leas esta nota yo ya no estaré.”



Somos tan cercanos ahora. Así se siente. Tantas piezas rearmadas, descifradas. Supongo que es solo una cuestión de tiempo para que lo encuentres.



Quién sabe qué hemos hecho para llegar hasta aquí. Debe ser una historia increíble, si tan solo pudieras recordar. Supongo que es mejor que no puedas.



Se me acaba de ocurrir algo. Quizá te sea útil.



Todo mundo está esperando que llegue el final, ¿pero qué tal si el final ya pasó? ¿Qué tal si el chiste final del Día del Juicio es que ya llegó y pasó y ni siquiera nos dimos cuenta? El Apocalipsis llega silencioso; los elegidos son pastoreados hasta el cielo y el resto de nosotros, los que fallamos la prueba, solo seguimos, obviamente. Ya muertos, vagando tiempo después de que los dioses dejaron de seguirnos la pista, todavía optimista respecto al futuro.



Supongo que si eso es correcto, entonces no importa lo que hagas. Si no puedes encontrarlo, pues no importa, porque nada importa. Y si lo encuentras, entonces puedes matarlo sin preocuparte por las consecuencias. Porque no hay consecuencias.



En eso estoy pensando ahora mismo, en cuarto de mala muerte. Cuadros enmarcados de barcos en la pared. No sé, obviamente, pero si tuviera que adivinar, diría que estamos en algún lugar cerca de la costa. Si te estás preguntando por qué tu brazo izquierdo es cinco tonos más oscuro que el derecho, no sé qué decirte. Supongo que hemos estado conduciendo por bastante tiempo. Y no, no sé qué pasó con tu reloj.





Todas estas llaves: no tengo idea. No hay una que reconozca. Llaves de carro y de casa y las pequeñas llaves para candados ¿Qué hemos estado haciendo?



Me pregunto si se sentirá estúpido cuando lo encuentres. Atrapado por el hombre de diez minutos. Asesinado por un vegetal.



Yo me habré ido en un momento. Pondré el lápiz, cerraré los ojos y entonces puedes leer esto si quieres.



Solo quería que supieras que estoy orgulloso de ti. No hay nadie más que imprta que lo diga. Nadie más va a quererte.







Los ojos de Earl están bien abiertos y miran a través de la ventana del carro. Ojos sonrientes. Sonriendo a la multitud que se congrega del otro lado de la calle a través de la ventanilla. La multitud que se congrega en torno del cadáver en la entrada de la casa. El cadáver que se vaciaba lentamente sobre la acera y la cuneta. Un hombre robusto, boca abajo, ojos abiertos. Algo calvo, barba de candado. En la muerte, como en los bocetos policiales, los rostros tienden a parecer el mismo.


Earl sigue sonriendo al cadáver mientras el carro se aleja de la acera ¿El carro? Quién sabe. Quizá es una patrulla de policía. Quizá es solo un taxi.



Mientras el carro es tragado por el tráfico, los ojos de Earl continúan brillando en medio de la noche, viendo el cadáver hasta que desaparece en una rueda de peatones preocupados. Ríe para sí mismo mientras el carro continúa imponiendo distancia entre él y la multitud que crece.



La sonrisa de Earl se borra un poco. Algo le ha ocurrido. Empieza a palpar sus bolsillos; primero sin prisa, como un hombre que busca sus llaves, luego un poco más desesperadamente. Quizá su intento se ve impedido por un par de esposas. Empieza a vaciar el contenido de sus bolsillos en el asiento de al lado. Algo de dinero. Un manojo de llaves. Trozos de papel.



Una pieza de metal redonda rueda desde el bolsillo de Earl y se desliza en el asiento de vinilo. Ahora Earl está desesperado. Golpea la pieza de plástico que está entre él y el conductor, rogando por un lapicero. Quizá el taxista no habla mucho español. Quizá el policía no acostumbra hablar con sospechosos. De cualquier forma, la pieza que separa al hombre de atrás del hombre de adelante permanece cerrada. No habrá lapicero.



El carro paso por un bache y Earl parpadea a su reflejo en la ventana trasera. Ahora está tranquilo. El conductor gira y la pieza de metal se desliza de regreso junto a la pierna de Earl con un leve tintineo. La agarra y la mira, ahora curioso. Es una campanita. Una pequeña campana de metal. Grabados en ella están su nombre y algunos datos. Reconoce el primero: el año en que nació. Pero el segundo dato no significa nada para él. Nada de nada.



Mientras le da la vuelta a la campana en su mano nota el espacio vacío en su muñeca donde solía estar su reloj. Ahí hay una pequeña flecha que apunta hacia arriba de su brazo. Earl mira la flecha y empieza a recogerse la manga.







“Vas a llegar tarde a tu propio funeral,” decía ella. ¿Te acuerdas? Entra más pienso en ello, más trillado lo encuentro ¿Qué clase de idiota, después de todo, está desesperado por llegar al final de su propia historia?



¿Y cómo habría iba a saber si había llegado tardes de todos modos? Ya no tengo un reloj. No sé qué hice con él.



¿Para qué diablos necesitas un reloj de todas formas? Peso muerto jalando tu muñeca. Símbolo del viejo tú. El tú que creía en el tiempo.



No. Corrige eso. No es tanto que hayas perdido la fe en el tiempo como que el tiempo ha perdido la fe en ti ¿Y, de todos modos, quién lo necesita? ¿Quién quiere ser uno de esos pendejos que viven en la seguridad del futuro, en la seguridad del momento después del momento en que sintieron algo poderoso? Viviendo el siguiente momento, en el cual no sienten nada. Arrastrándose bajo las manecillas del reloj, lejos de la gente que les hizo cosas innombrables. Creyendo la mentira de que el tiempo curará todas las heridas –lo cual es una manera delicada de decir que que el tiempo nos entumece.



Pero tú eres diferente. Eres más perfecto. El tiempo es tres cosas para la mayoría de las personas, pero para ti, para nosotros, solo una. Una singularidad. Un momento. Este momento. Como que eres el centro del reloj, el eje sobre el que giran las manecillas. El tiempo se mueve alrededor tuyo pero nunca te mueve. Ha perdido su habilidad para afectarte. ¿Cómo dicen? ¿El tiempo es un ladrón? No para tí. Cierra los ojos y podrás empezar todo de nuevo. Conjura esa emoción necesaria, fresca como rosas.



El tiempo es una ridiculez. Una abstracción. Lo único que importa en este momento. Este momento momento un millón de veces más. Tienes que confiar en mí. Si este momento se repite lo suficiente, si sigues intentado –y debes seguir intentando– eventualmente te toparás con el siguiente punto en tu lista.


 ***


Jonathan Nolan nació en Londres, Inglaterra, hijo de un padre inglés y una madre americana. Tiene doble nacionalidad entre el Reino Unido y Estados Unidos. Nolan creció en la zona de Chicago y es hermano de Christopher Nolan, que también es guionista-director-productor. A diferencia de su hermano, Jonathan fue educado principalmente en EE.UU. y habla con un acento americano. 

Nolan empezó escribiendo ficción y pronto pasó a escribir películas, trabajando junto a su hermano. La historia corta Memento Mori de Nolan fue utilizada por su hermano mayor como base para la exitosa película Memento. Jonathan no tuvo ningún crédito por la película o el guión original, pero los hermanos compartieron una nominación a un premio Óscar por mejor guión ya que la película fue estrenada antes de que la historia se publicase.
En 2005, Nolan y su hermano co-escribieron el guión para la película The Prestige, basado en un libro de Christopher Priest. Nolan co-escribió el guión de The Dark Knight junto con su hermano y la película acabaría siendo la película de Batman con mejor éxito financiero de todos los tiempos. Los hermanos también colaboraron escribiendo el guión de The Dark Knight Rises.
Jonathan Nolan es el co-autor del guión de Interstellar, la próxima película de Christopher Nolan, que se estrenará en 2014.

19/5/14

"La Manada"


por Luis Báez
del libro "El patio de los murciélagos" (Uruk, 2010)

En abril de 2004 una revista nada importante de Los Ángeles, dedicada a reseñar eventos y producciones independientes de metal en Latinoamérica, me envió, con gastos pagados, a cubrir el Memories from the Fire Fest, a realizarse ese año en San Pedro Sula. Fue entonces cuando supe por primera vez sobre La Manada.

En mis recuerdos, el concierto no duró más de nueve cervezas y cuatro highballs; en mi grabadora, cuarenta y dos minutos de impresiones y declaraciones de las bandas, del público, de los organizadores y de las autoridades policiales que, al finalizar el apresurado vaivén de bandas ticas, hondureñas, panameñas, salvadoreñas, nicas, mexicanas y la única gringa, ya contabilizaban un total de quince heridos, dieciocho detenidos (principalmente por posesión de estupefacientes y/o alteración al “orden público”), ocho asaltos denunciados y al menos veinte intoxicaciones etílicas. Las bandas habían sido una verdadera mierda, el sonido un asco y ahora tendría que buscar cómo inventarme una buena crónica para enviar a la revista. Estaba borracho (aunque no había bebido tanto) y la desolación en que había devenido el concierto me era sofocante. Me alejé algo mareado, entre una multitud de gente vestida de negro, bajo un cielo que parecía inhalar de improviso todo el aire que corría por el lugar.

Fuera del descampado las calles húmedas y violáceas de San Pedro se me antojaron como un enjambre inescrutable de putas y asesinos. Busqué la luna, pero no la encontré por ningún lado. Paré uno de los muchos taxis que pasaban por la calle, le indiqué la dirección de mi hostal, negocié un precio y me monté. El viaje en bus desde Managua me había dejado exhausto y sin ánimos de alargar la noche tomando, seguramente en los peores bares de la ciudad, con las bandas y los organizadores. Recosté la cabeza sobre el respaldar del asiento y me cerré la chaqueta hasta el cuello. El taxista me preguntó qué tal había estado el concierto. “Cansado”, le respondí, supongo que secamente, porque lo último que quería era en ese momento era entablar una conversación trivial con un desconocido. Aunque, para que no me tomase a mal (de madrugada, en un país extraño, la cortesía nunca está de más), le ofrecí un cigarrillo de mi paquete. Fumamos en silencio por unos cinco minutos mientras la noche se destrozaba a ráfagas contra el parabrisas. Cuando llegamos a la entrada de un residencial vimos las sirenas encendidas de dos patrullas de policía y una ambulancia; el taxista bajó la velocidad hasta casi detenerse, entonces le pregunté qué pasaba y sólo se encogió de hombros. Los policías hablaban con un vigilante que seguramente cuidaba aquel lugar, mientras un reportero tomaba notas con evidente fastidio y otro fotografiaba los cuerpos destrozados de un Labrador negro y de un Gran Danés que llevaba un collar azul. Al momento que pasamos por la escena el súbito alboroto de un flash rebotó contra cada pliegue del rostro sudoroso del vigilante como un puñetazo de plata y fotones que hizo refulgir su camiseta blanca de cuello en V, oscureciendo, por contraste, la mancha de sangre que se dilataba desde su hombro derecho, ahora cubierto por una gasa. Luego los flashes estallaban sobre los perros abiertos como flores. Mientras nos alejábamos lentamente la escena pareció quedar suspendida en un espacio ajeno a nuestro espacio físico, ajena al movimiento del universo. En algún momento se me ocurrió tomar una foto con mi cámara, pero me contuve. “Maras, seguramente”, me dijo el taxista, y se quedó en silencio. “Usted no es de por acá, ¿verdad?” preguntó luego. “No. Soy nica." “Ah, bueno, bueno”, dijo y volvimos a permanecer en silencio, fumando y echando breves miradas a la brasas, ubicándolas gracias a su pequeños desmayos anaranjados entre el frío y la negrura. Al poco tiempo llegamos al hostal. Pagué, di las gracias al taxista y me bajé. Mientras tocaba el timbre mis ojos se cerraban con aplomo.

Aunque me desperté poco después de las tres de la tarde, sentí como si no hubiese dormido nada. Había dejado la luz y la televisión encendidas desde la noche anterior y seguía vestido. Abrí mi laptop sobre la cama, me enjuagué la cara y, unos cuarenta minutos después, envié mi artículo y algunas fotos a los editores. Luego me duché, recogí mis cosas, le pagué a la señora del hostal y busque un taxi que me llevara a la estación.

En la terminal de Transnica compré un sándwich, una coca-cola y dos periódicos hondureños que leí luego de cruzar la frontera pues, durante el camino de Tegucigalpa a Las Manos, dormía plácidamente con la cabeza apoyada sobre el hombro de una anciana guatemalteca que tuvo la amabilidad de no quejarse del todo.

Al llegar a la sección de Sucesos de uno de los periódicos reconocí, intrigado, la escena que había presenciado la noche anterior. Me apresuré a leer la nota, donde el vigilante, Antonio Estanislao Hernández Mendoza, de diecinueve años, declaraba que a eso de las tres de la mañana, o a lo mejor un poco antes, un ruido lo había puesto en alerta. Al rato escuchó un alboroto, sin dudas, dentro de los límites del residencial; una especie de rugido de persona y varios gritos de perro, declaró. Sabía que los perros de una de las casas se escapaban por las noches, para vagar por el residencial, y pensó que alguien, tratando de cometer algún delito, los había herido. Entonces salió de la caseta con su rifle calibre 22 en mano, procurando no hacer mucho ruido. Al llegar al lugar de donde provenían los sonidos (un parque pequeño, de poco menos de un cuarto de manzana, donde los adolescentes del residencial a menudo llegaban a fumar marihuana y beber o coger en sus carros), Hernández Mendoza sintió un repelo que le recorrió toda la espalda y un alboroto entre los arbustos que había detrás de unas bancas. Entonces, sin dejar de apuntar con su 22 y con su foco de mano, se acercó y descubrió a un grupo de unos ocho hombres y mujeres, unos totalmente desnudos, otros medio cubiertos por jirones de tela muy vieja, en cuclillas o arrastrándose cubiertos de sangre y lodo. El vigilante aseguraba que no tenían tatuajes ni llevaban ropa, que eran adultos en su mayoría, que incluso había un anciano y un par de niños y que si no hubiese sido por esos niños, a quienes él mismo vio, hubiese pensado que se trataba de alguna manada de animales raros o desconocido; decía que los machos o los hombres llevaban barbas larguísimas que les cubrían el pecho y parte del abdomen y pelo largo y enmarañado, y que no, que definitivamente no eran mareros. Antonio Estanislao también narró cómo, al alumbrar el punto sobre el cual se reconcentraban, descubrió al perro de una de las casas destripado. Entonces empezó a sonar nerviosamente su silbato. Los tipos ni siquiera se movieron. Parecían estar demasiado concentrados en su matanza. Pero, de pronto, dos se incorporaron rápidamente, sin quitarle los ojos de encima a Antonio Estanislao. Ni sus miradas, aseguraba el vigilante en sus declaraciones, ni la forma en que se paraban y se movían eran las de una persona normal, si no más bien las de un animal; pero no la de un animal que el vigilante no conocía, según reflexionaba luego, si no, seguramente, la de uno que no existía. Los dos salvajes, ya totalmente erguidos, dieron unos cuantos pasos hacia el vigilante, mientras los otros seguían despedazando con las manos y los dientes al perro, como si nada fuera de lo normal estuviese pasando. Cuando el vigilante se disponía a hacer un disparo al aire, uno de los trogloditas (así los llamaban en el artículo de Sucesos) se le tiró encima y le clavó los dientes en el hombro hasta casi arrancarle un pedazo de carne, obligándolo a botar el arma. El que había atacado reptó rápidamente de regreso al resto de su manada, que huía por un cauce cercano, hasta que se diluyeron por completo entre la oscuridad. El vigilante, herido, recogió su arma y soltó varios tiros al aire. Luego echó un vistazo a los restos del perro, que eran, básicamente, un montón de tripas y órganos desparramados sobre lo que parecía una larga bandeja de huesos, costillas y vértebras aún incrustadas en lonjas de piel y carne, con la cabeza entera. Tres guardias más, que habían encontrado el cadáver de otro perro, llegaron a socorrer a su colega, y fue cuando avisaron a la policía.
Pese a los términos peyorativos con que se referían a la supuesta “manada de trogloditas”, y la clara intención sensacionalista del reportero de la sección de sucesos, y a pesar de lo grotesco del hecho, sentí menos repudio que curiosidad por aquel extraño grupo de atacantes. Entonces dejé de leer el periódico porque las curvas de Ocotal me producían un mareo bastante fuerte. Saqué mi laptop y puse una película; al rato me volví a dormir.

Cuando desperté eran casi las once de la noche y sobre Managua caía un aguacero que inundaba los cauces y las calles, pero que no alcanzaba a atenuar el calor casi palpable. Tomé un taxi a mi casa y dormí lo que quedaba de noche. Cuando desperté todo era gris y opaco, como cuando pasa un aguacero en Managua, con las calles exhalando ese vapor denso, pegajoso y cálido que no huele a lluvia ni a tierra, sino a Managua (a las cunetas, a las calles, a los cauces y a las caras de Managua) como si un poco del caos y el infierno de la capital ascendiera a los cielos.

Pasaron varios meses hasta que volví a saber de La Manada.

Varios meses que fueron, ahora lo veo claramente, una suerte de letargo. Una dinámica automática e inconsciente que me hacía ir de mi casa a mi trabajo en un call center, del trabajo a la casa, del trabajo a comer con algunos amigos nada interesantes, del trabajo a un bar, del bar a una disco, de la disco a un prostíbulo, del prostíbulo a la casa, de la casa al trabajo. Los sábados a la universidad. El tiempo en casa para estudiar y hacer trabajos, y nada de tiempo libre para la vida o nada realmente importante, nada de tiempo para cosas reales, puro interactuar y actuar como un maldito animal auto-domesticado.

Hace un par de años empecé a estudiar periodismo porque supuse que con eso eventualmente podría dedicarme a escribir; vivir de escribir, ese era el sueño. Recibir un sueldo por sentarme a escribir ocho horas al día, artículos perecederos y de calidad estándar, cosas fútiles, pero a escribir y seguramente a (mal)vivir de ello al fin y al cabo. Pero la realidad es peor aún, porque trabajo en un call center, únicamente porque ahí gano mucho más que como reportero o redactor; así de simple. Que de ser escritor no se vive era algo que no ignoraba, pero la frustración que me sobrevino al descubrir que ser periodista en Nicaragua tampoco paga, me llevó a trabajar en un call center, a vender mi alma, mi vida y mi tiempo a una maldita maquila de hastío. Sin embargo, tener un trabajo que paga relativamente bien es, en este país, un privilegio.

Dejé de escribir textos literarios hace unos tres años, cuando calculé que con el poco tiempo libre que me quedaba solamente podría dedicarme, y no tanto como me hubiese gustado, a la lectura o a la escritura, pero no a ambas disciplinas. Naturalmente, dado que sin lo primero lo segundo es imposible, me decidí por la lectura.

Tres años hace que me sumergí de cabeza a ese mar de brea y asfalto bullente que es la literatura, sin embargo, desde que volví de mi brevísima estancia en San Pedro, mi afición, u obsesión, hacia la lectura ha crecido, digamos, de forma enfermiza. He notado cómo mis noches, mis madrugadas, mis amaneceres y la mitad de mi sueldo quincenal han sido invertidos, sin recato alguno, en engrosar mi biblioteca, a la que en los ocho meses posteriores al viaje sumé unos 90 nuevos títulos. Y no había un libro en mi biblioteca que yo no hubiese leído.

Cada quince días me iba al Mercado Huembes y salía cargado de libros que tenía que leer antes que me cayera la siguiente quincena.

Así dejé, casi sin percatarme, de ir a discos, a bares, de conocer mujeres y buscar putas, de hablar con amigos, de dormir, de ver noticias, de saber del mundo. Con el tiempo también dejé de ir a la universidad los sábados, en parte para poder amanecer leyendo y poder seguir leyendo el resto del día. Leía mientras hablaba con clientes en el call center, leía en los buses, en las bancas de las paradas, en los bares, en los cementerios, en la playa, junto a los cauces, en las rotondas. Soy pésimo con los títulos, pero no me obsesionó de ellos. No recuerdo el nombre de ninguno de los libros que leí en todo ese tiempo, pero sí podría referir sin error y en detalle sus tramas y argumentos; también ignoraba el nombre de mis autores favoritos, aunque, por otro lado, había logrado memorizar los nombres de un grupo de autores de los quienes, en caso de toparme con sus libros en un estante, tenía que huir despavorido. Nombres de autores que plagaban las librerías de Managua, acechando, listos en cualquier momento para escurrirse hasta tus manos y hacerte pasar algo que ni siquiera tiene los relieves o texturas de una “mala noche”, si no más bien una noche aburrida e inútil, una noche plana. Una vez se me coló, por ejemplo, una novelita estilo Corín Tellado (hay nombres que es mejor sí conocer) pero que trataba de Adán y Eva en el Edén y, durante una semana, todo fue un desastre gris, rancio y vomitivo. En fin, desconocía o ignoraba, intencionalmente supongo, los nombres de mis autores favoritos, pero no sus estilos; si me ponían, por ejemplo, un cuento que yo no conocía de este francés que escribió sobre una señora que tenía un perrito al que termina tirando a un pozo, sabría de inmediato de quién se trataba.

De casualidad supe que se acercaba la navidad, y comprendí que necesitaría suficientes libros como para no salir de mi casa. No sé si quien lea esto (si es que alguien algún día llega a leerlo) ha pasado una navidad en Nicaragua, pero si la pasan fuera de su casa, si salen a caminar a los barrios e incluso a los residenciales, alternando, si tratan de entender cómo está pasando la navidad cada familia por la que pasan, quedarían con unas muy sinceras ganas de pegarse un tiro en el estómago y seguir caminando, asomándose por las ventanas, por las puertas abiertas hasta morir en un incendio de asco y horror.

Luego de salir de una de las librerías del Huembes, cargado de libros, caminé hasta la sección de las comiderías en busca de un Baho. Comí despacio mientras ojeaba una de las novelas que acababa de comprar. Cuando terminé mi comida el sol ya se había puesto, su última luz se vertía en un remolino de oscuridad morada y leve que parecía crecer lentamente desde el este, pero que era repelido por la luz de los tubos blancos que colgaban del techo de la comidería. Tenía que irme antes que oscureciera.

Llegué a mi casa ya cuando una noche colosal se levantaba por el este. Me acomodé en un petate de la sala y leí hasta caer dormido. Al día siguiente me levanté muy temprano y me subí en una ruta cualquiera para leer por un rato. Me bajé y tomé otra para seguir leyendo. Luego de una hora y media o dos, en las que tomé unas cinco o seis rutas al azar, me encontré en la esquina del Cine González, cerca del Malecón. Decidí leer un rato en el parque Rubén Darío, rodeado de arboles y huelepegas que surgían de las tumbas de Carlos Fonseca y Santos López, con el Teatro Nacional a mi espalda. Después de un buen rato encendí un cigarro y me dirigí al malecón.

Mientras me acercaba a la concha acústica advertí una densa polvareda que quedó suspendida en el aire tras el paso veloz del jeep de Acción 10. Se detuvo junto grupo de curiosos que gritaban y señalaban la costa del lago. Cuando me acerqué apareció el jeep de 22/22 y poco después el de Noticiero Independiente. Me sumé a los curiosos y vi cómo los flashes de las cámaras ungían de luz el cadáver que unos meseros habían encontrado intacto y fresco flotando en el lago. La muerte no había ocurrido hace más de seis horas, según declaró uno de los para-médicos al noticiero. Se trataba de una mujer de unos veintiocho años, pelo negro y muy enmarañado, totalmente desnuda, con una complexión física no muy común en una mujer de esa edad. La policía, que llegó unos quince minutos después que las unidades de los noticieros, dictaminaron que el cadáver no presentaba señales de violación o de violencia de ningún tipo, y comentó que si esto hubiese ocurrido en cualquier otra playa, y no en una del Xolotlán, uno hubiese pensado que se trataba de una bañista que simplemente se había ahogado, como algunos bañistas suelen hacer, pero que definitivamente nadie en su sano juicio se bañaría en las aguas contaminadas del Xolotlán, a menos que quisiese morir o que hubiese estado completamente drogada, lo que más tarde, gracias al examen del médico forense, fue descartado. La escena me produjo una especie de vértigo, y me marché a mi casa.

Para esos días había tomado vacaciones del trabajo, pues estaba inmerso en la lectura de dos novelas bastante extensas. Esa noche cené en una fritanguería. Releía el segundo capítulo de una de las novelas, donde un muchacho de Dublín caminaba por la playa con un bastón de fresno y con los ojos cerrados luego de salir de su trabajo en una escuela; avanzaba pendiente a cada sonido, a cada aleteo de tiempo y universo, hasta que advertí el televisor del local, donde pasaban un noticiero de nota roja.

Una reportera informaba que en las costas del Lago Xolotlán, a unos doce metros de donde el cadáver de una joven no identificada había sido encontrado esa misma mañana yacían los cuerpos de dos hombres, de cuarenta y pocos años uno y de más de sesenta el otro; a unos seis metros de esos cuerpos se encontraba un tercer cadáver, el de una niña de unos ocho años. Los tres, de nuevo, completamente desnudos y sin rastros de violencia física, con claros cuadros de asfixia por sumersión. Luego, un hombre que se identificó como habitante del sector aseguró ante las cámaras que se trataba de miembros de La Manada, que a él no lo engañaban esos jodidos, que no le cabía duda y que él era de los pocos de la zona que sabían de su existencia. Cuando le preguntaron qué era La Manada, dijo que no estaba seguro, que podían ser almas en pena, o monstruos que parecían gente o gente que se comportaba como monstruos, una manada extraña que había aparecido por la costa del Lago hace un mes o menos, cuando se empezaron a perder perros y gallinas. Cuando la reportera le preguntó qué era lo monstruoso, dijo que “no eran monstruoso, sino raros, como animales que andan desnudos, siempre juntos, que duermen donde los encuentra la noche, que cazan en grupo, cortan frutas y pescan con lanzas que son ramas o palos afilados que dejan tirados cuando se van del lugar; roban cosas pequeñas y sin valor que también dejan tiradas, no hablan ni tienen pertenencias, y que cogen, perdón, hacen el... el... el sexo pues, ahí frente a todos y sin ninguna vergüenza, y a veces son tres o cinco varones con una sola mujer o tres mujeres con dos varones o tres mujeres y ningún varón”. “Entonces usted asegura que ha visto animales o monstruos o almas en pena cazando y apareándose en las costas del Xolotlán”, señor, dijo la reportera entre risas. El hombre pasó un momento difícil antes de volver a responder. Al final, cuando vio que nadie lo tomaba en serio simplemente dijo algo entre dientes, algo como “sus madres hijueputas” o como “hijuelagrantrescientasmilputas”, y se marchó.

Esa noche no pude leer.

Me dediqué a pensar, pensar por cuenta propia como hace mucho no lo había hecho. A pensar a la deriva en un mar de agua y corrientes violentas, distinto a los mares o lagos artificiales, con marejadas de placas metálicas o de placas de hielo que se mueven con un orden, obedeciendo siempre a un principio estético, a meros artificios. Me encontraba esa noche en mi propio mar salvaje, brutal y proteico; un mar de hielo en el que tenía que esquivar grandes bloques con inscripciones ineludibles.

Cuando la noche se ponía por el oeste, como diluida en un resplandor que iba volviéndola rosada en el cenit y cada vez más amarilla en el horizonte opuesto, donde las estrellas sobrevivientes estaban apretadas, como buscando el amparo de los cerros, salí de la casa y vi unas pocas nubes delgadas que pululaban en el cielo como sonrisas de gato. Salí a caminar, esta vez sin ningún libro. Calculo que eran poco mas de las cuatro y veinte de la mañana. El sol salió, o lo advertí, luego de una hora, cuando ya caminaba cerca de la Loma de Tiscapa. Managua a esas horas es una cosa completamente distinta; un animal en metamorfosis, una ciudad que ronronea en la crisálida del alba. Pasan unos cuantos taxis con las luces encendidas. Alguna gente cruza la calle. Un señor en silla de ruedas. Tres mujeres que tampoco han dormido. Hay rocío en las hojas secas, en los alambres del enmallado. Un taxi se detiene y la ventana me devuelve mi reflejo, el de un extraño: la piel renegrida y hendida en dos cuencas profundas, lamiendo la calavera, ojos de demente y la maraña de pelo con las formas del viento.

Apoyé los brazos sobre el metal frío de la malla y perdí la mirada en la superficie de la Laguna de Tiscapa. Luego de diez minutos aparecieron los primeros cuatro. Nadaban por la Laguna y luego desaparecían entre los matorrales. Luego advertí a una mujer y un niño que se bañaban cerca de la orilla, cuatro más dormían a pocos metros. No lo pensé mucho y decidí bajar.

Crucé por un hueco que había en la malla y empecé a descender con cuidado, apoyando los pies en las raíces más firmes y agarrándome de las ramas y las raíces que sobresalían de la tierra. Luego de unos pocos metros escuché un rumor que ascendía rápidamente hacía mi. Casi de inmediato surgieron de los matorrales. Eran dos mujeres y un hombre, totalmente desnudos. Me detuve y traté de hacerles entender que mi presencia no representaba ningún peligro. Saqué un trozo de carne cocida que llevaba en el bolso y lo puse en el suelo. Lo miraron y luego me miraron con atención. Yo retrocedí un poco y una de las mujeres se acercó y cogió el trozo de carne. “Un regalo”, dije, y traté de decir lo mismo con mis gestos. Las piernas me temblaban y tenía las manos empapadas en sudor. Ellos lo sintieron. De pronto sentí cuatro brazos que me sujetaban de los tobillos y de las piernas. Ya tumbado en el piso rodé un poco hasta que vi un área de cielo de un azul descomunal que varios cuerpos desnudos fueron ensombreciendo. Sentí un golpe y perdí el conocimiento. Cuando desperté, ya me encontraba en este cuarto oscuro que alguna vez fue un calabozo. No sé cuánto tiempo ha pasado, pero al menos conozco un poco más sobre La Manada.

Huele a mierda, basura y humedad. Hace quizá un día advertí que todo estaba oscuro, pero no cerrado. Por varios minutos palpé las puras tinieblas hasta que sentí la cantera gastada y mohosa de lo que supuse era una pared. La seguí hasta encontrar un hueco, una salida. Advertí que estaba en un pasillo o túnel pues la distancia de pared a pared era muy corta y tenía que andar en cuclillas. Seguí avanzando, con los ojos bien abiertos entre la oscuridad total, hasta que tropecé con un cerro de bolsas, hojas y ramas; luego volví a tropezar con algo que sonó como un montón de huesos. Me apresuré y anduve buen rato, perdido seguramente, entre interminables pasillos y túneles que se conectaban, hasta que divisé un resplandor, un haz, o un tubo de luz, que entraba desde una altura que yo nunca hubiese sospechado. No me han quitado mis pertenencias (mi lápiz y esta libreta); el haz de luz es suficiente para escribir e intuir todo lo que se mueve en estos calabozos de Tiscapa, donde el tiempo está como empozado. Esta es la última página que me queda y las fuerzas no me dan para más. Quisiera pensar que nada existe fuera de este huevo de luz (que cabe en mi mano). Quizá mañana sea uno de ellos o, quizá, me convenza de que nada de esto es cierto.