de Martin Amis
traducción
Luis Báez
Qué
gran perspectiva. Pronto toda la gente se habrá ido y yo estaré
eternamente solo. Los seres humanos de por aquí están en muy mala
forma, entre otras cosas debido la radiación solar, al problema de
inmunidad y a la dieta a base de ratas y cucarachas. Son los últimos
y no van a durar mucho (aunque, trata de decírselo a ellos).
Aquí vienen de nuevo, tambaleándose fuera de sus guaridas para ver
el ocaso infernal. Sufren de enfermedades y alucinaciones. Creen que
son... Pero dejemos a los pobres bastardos ser. Ahora me siento libre
para revelar mi secreto.
Yo
soy el Inmortal.
Llevo
aquí un tiempo increíblemente largo. Si el tiempo es dinero,
entonces soy millonario. Y ya saben, si uno lleva aquí tanto tiempo
como yo, la escala diurna, esas veinticuatro horas, pueden tornarse
deprimentes. Quise ensayar un patrón más vasto para todas las
cosas. Y tuve mis logros. Una vez permanecí despierto por siete
años. Ni una sola siesta. Y claro, al final estaba exhausto. Por
otro lado, la vez que me enfermé en Mongolia dormí por toda una
década. Durante un tiempo en el que no tenía nada que hacer,
refrescando mis talones en un oasis del Sahara, me hurgué la nariz
por dieciocho meses. En otra ocasión –en la que no había nadie
cerca– me pajeé durante todo un verano. Hasta los invariables
cocodrilos envidiaban mis baños en los ríos intemporales, moteados
de tiempo. Francamente no había mucho que hacer. Por fin desistí de
estos experimentos y, con docilidad, me incorporé a la dinámica
día-noche. Parecía que necesitaba dormir. Parecía que necesitaba
hacer las cosas que la gente necesitaba hacer. Cortarme las uñas. Ir
al baño y afeitarme. Cortarme el cabello. Todas estas distracciones.
Con razón nuca logré terminar nada.
Nací,
aparecí, me materialicé o descendí como un rayo cerca de la ciudad
de Kampala, en Uganda, África. Evidentemente Kampala todavía no
existía, ni tampoco Uganda. Tampoco existía África, ahora que lo
pienso, porque en esos días todas las masas continentales estaban
unidas. (Tuve que esperar hasta el siglo veinte para corroborar
muchos de estos datos.) Se me ocurre la posibilidad de que yo sea un
dios defectuoso; también es concebible que haya venido de otro
planeta, uno que marcha con un reloj diferente. Pero la verdad nunca
he aspirado a mucho. Mi vida, aunque larga, ha sido extremadamente
vana. Tuve que aguantar por un largo tiempo antes que hubiera humanos
con los que pasar el rato. El mundo se estaba enfriando. Me senté
durante la geología para aguardar por la biología. Me ponía a
canturrear sobre esos estanques tibios donde la vida germinada en el
espacio se plantó. Sí, ahí estaba yo, animándolos desde la meta.
Pues mis instintos eran gregarios y me sentía terriblemente solo. Y
hambriento.
Entonces
aparecieron las plantas, un cambio agradable, y algunas primitivas
especies animales. Después de un rato caí a la cuenta de que era
carnívoro. En parte como una forma de autodefensa me convertí en un
prodigioso cazador. (No era necesariamente una cuestión de
supervivencia, pero estoy seguro que a nadie le gusta ser olfateado,
destrozado a zarpazos y masticado, todo al mismo tiempo.) No existía
un animal que yo no pudiera cazar. También tuve mascotas. Llevaba un
estilo de vida saludable al aire libre, supongo, pero no muy
estimulante. Yo anhelaba... anhelaba reciprocidad. Si pensé que el
Pérmico era lo peor, fue simplemente porque aún no había vivido el
Triásico. No puedo ni describir lo aburrido que fue. Pero de pronto,
antes de que pudiera darme cuenta –esto debió ser alrededor del
6,000,000 a. de C.– sobrevino la primera (y no oficial) Edad de
Hielo y todos tuvimos que volver empezar más o menos desde cero. Las
Edades de Hielo, debo confesarlo, constituían considerables golpes a
mi moral. Podía saber cuando una se aproximaba: había una suerte de
espectáculo de luces cósmicas y luego, casi invariablemente, una
tormenta de mierda de absurdas proporciones; luego polvo y lindos
atardeceres; finalmente oscuridad. Esto ocurría con regularidad,
exactamente cada setenta mil años. Uno podía ajustar tu reloj
tomándolas como referencia. La primera Edad de Hielo barrió con los
dinosaurios, o al menos eso dice la teoría. Yo sé algo diferente.
Ellos hubieran sobrevivido si se hubieran apretado los cinturones y
actuado sensiblemente. Los trópicos eran un poco sofocantes y
sombríos, cierto, pero perfectamente habitables. Pero los
dinosaurios se lo merecían. Eran mala calaña. Esas películas de
aventuras en mundos perdidos retratan a la perfección la muerte de
los dinosaurios. Increíblemente estúpidos, increíblemente
susceptibles –e increíblemente grandes. Y
siempre buscando problemas. El lugar parecía un cementerio de
ballenas. Yo, para
entonces, ya dominaba el fuego y comía bien. Todas las noches eran
de hamburguesas.
Desde
mi punto de vista el primer
lote de gente-mono fue un verdadero fiasco. En cierto
modo me complacía verlos,
pero, por lo general, eran un
fastidio. Toda esa evolución
–¿Y para esto? Hubo una época de bestialidad antes de que
lograran cualquier cosa, y aun entonces eran sorprendentemente avaros
y paranoicos. Con mi pequeña casa, mis trajes de piel, mi aspecto
limpio y rasurado y mis barbacoas lograba
sobresalir. Ocasionalmente
fui objeto de odio y
adoración. Pero ni siquiera los más amistosos me servían de nada.
Ugh. Ich. Akk. ¿Qué
tipo de conversación es esa? Y cuando por fin mejoraron, cuando
ya había hecho unos cuantos amigos y empezaba a entablar relaciones
con mujeres, sobrevino un terrible hallazgo. Pensé que serían
diferentes, pero no lo eran. Todos se ponían viejos y morían, igual
que mis mascotas.
Como
están muriendo ahora. Muriendo en
torno a mí.
Al
principio nos alegramos de que el mundo se entibiara. Nos alegramos
cuando las cosas empezaron a recobrar su brillo. El invierno es
siempre deprimente –pero el invierno nuclear es, de alguna forma,
especialmente lúgubre. Incluso yo me harté de una noche que duró
treinta años. Por un tiempo tomar el sol fue un gran lujo. Pero
luego la situación cambió
diametralmente. Cada vez se
ponía más caliente –o más bien había un cambio en la naturaleza
del calor. No se sentía como luz solar. Se sentía como un gas o un
líquido: se sentía como lluvia, muy rala, muy caliente. Y los
edificios no parecen contenerlos apropiadamente, aún los edificios
con techos. Los humanos dejaron de ser adoradores del sol y se
convirtieron en adoradores de la luna. La vida se convirtió en vida
nocturna. Ellos están demasiado animados, considerando la situación
–más apesadumbrados por los otros que por ellos mismos. Supongo
que es una suerte que no puedan imaginar lo que realmente está por
venir.
Los
pobres mortales, me compadezco de ellos. Simplemente no hay nada que
puedan hacer contra esa fiera
que se funde
allá arriba, en el centro del cielo. Enfrentaron la ira y luego
enfrentaron el frío; y ahora son destruidos de nuevo con ataques
nucleares. Ahora son calcinados una y otra vez por el lento reactor
del sol.
El
Apocalipsis ocurrió en el año 2045 d.C. Cuando estaba seguro de que
ocurriría me fui directo a donde estaba la acción: Tokio. Seré
honesto y diré que estaba listo para renunciar. No es que estuviera
particularmente deprimido ni nada. Definitivamente no estaba tan
deprimido como lo estoy ahora. De hecho, recién emergía de una
resaca de cinco años y el futuro, al menos para mí, lucía
prometedor. Pero el planeta estaba en un estado desesperante para
entonces y yo no quería formar parte de ello. Quería escapar. Nada
ha logrado matarme nunca,
entonces supuse que el impacto directo de un arma nuclear era mí
única oportunidad. Soy cósmico –en tiempo–, pero también lo
son las armas nucleares: en poder. Si un arma nuclear no tiene la
fuerza para hacerme desaparecer (me digo a mí mismo), bueno, pues
nada más lo hará. Tenía una seria duda. El despliegue acostumbrado
en ese tiempo era para detonaciones dentro del rango de los cien
kilotones. Personalmente me hubiera gustado algo más grande, digamos
por lo menos un megatón. Perdí el barco. Debí haber tomado mi
oportunidad en los días de las pruebas atmosféricas. Siempre me
recrimino por ese hijo de puta de seis megatones que los soviéticos
probaron en Siberia. Sesenta millones de toneladas de TNT:
ciertamente ni siquiera yo hubiera salido vivo de esa.
Renté
una habitación en el último piso del Century Inn, cerca de la Torre
de Tokio, en el centro de la ciudad. Quería recibir el golpe justo
en la nariz. En el hotel parecían contentos por mi estadía. El
negocio no andaba exactamente bien. Todo mundo sabía que el final
empezaría aquí: el final empezó aquí hace un siglo. Y ya
entonces las ciudades agonizaban de todos modos. Por la noche
derroché el dinero que tenía. Soborné al guardia del hotel para
que me dejara subir al techo: el sueño final. La ciudad se retorcía
en un miedo mortal. Yo me retorcía en una esperanza mortal. Si suena
egoísta, bueno, entonces me disculpo ¿Pero ante quién? Cuando
escuché la sirena y el quejido del viento me puse rápidamente de
pie y me quedé ahí, totalmente desnudo, con los brazos extendidos.
Y entonces llegó, como el universo desnudándose de golpe.
Creo
que al principio recibí mucha radiación inmediata, lo cual luego me
provocó un fuerte dolor de cabeza. Al momento del impacto pensé que
estaba siendo asesinado a cosquillas por Dioniso. Simultáneamente
fui agredido por el pulso electromagnético y por la descarga
térmica. Pero en realidad por el pulso electromagnético no hay que
preocuparse demasiado. Se los aseguro, es la menor de las
dificultades. Pero el calor es otra cosa. Son el tipo de temperaturas
que convierten a un ser humano en una sombra untada en la pared.
Hasta yo me marchité un poco. Si bien ahora puedo hacer bromas al
respecto, en su momento fue bastante alarmante. No podía respirar y
me desmayaba –lo cual nunca me había ocurrido–; no moría pero
al menos me desmayaba. Por un largo rato, supongo, porque cuando
recobré el conocimiento todo se había ido. Dormí durante el
estallido, la conflagración y durante todo el tornado de muertes.
Físicamente me sentía bien. Físicamente me encontraba, como dicen,
en excelente forma. Estaba completamente restituido de la resaca.
Pero en todos los demás aspectos me sentía inusualmente agobiado.
Sí, definitivamente estaba deprimido. Todavía lo estoy. Pero actúo
animado, pongo cara de valor; pero a menudo pienso que esta depresión
nunca va a terminar –me veo atrapado en ella hasta el fin de los
tiempos. No se me ocurre nada que pueda levantarme los ánimos.
Pronto toda la gente se habrá ido y yo estaré eternamente solo.
* * *
Es gente de arena, gente de
polvo. Les tengo afecto, por supuesto, pero no son una gran compañía.
Están profundamente enfermos y profundamente locos. Mientras
disminuyen, mientras menguan y desaparecen, se les van ocurriendo
grandes ideas sobre ellos mismos. Hablando entre nosotros, yo tampoco
me siento de maravilla. Luzco bien, como siempre; pero,
definitivamente, no me siento tan bien como antes. Mi relación con
las enfermedades es la siguiente: se me contagian y sus síntomas me
agobian y todo, pero no llegan a ser fatales. Ellas siguen adelante,
o yo me adapto. Para darte un ejemplo comparativo reciente, he tenido
sida por setenta y tres años. Simplemente no se me quita.
Falta una hora para el
amanecer y las estrellas todavía resplandecen con su nuevo y agudo
brillo. Ahora todos los seres humanos regresan a sus guaridas.
Algunos caerán en un sueño trémulo. Otros se congregarán cerca
del pozo contaminado y hablarán mierdas durante todo el día. Yo
permaneceré afuera un rato más, solo, bajo el calendario inmortal
del cielo.
La antigüedad clásica fue
interesante (supongo que aquí me estoy saltando un gran período de
tiempo, pero tampoco se pierden mucho). Fue en la Roma de Calígula
cuando supe que tenía un problema con la bebida. Empecé a pasar más
y más tiempo en el Medio Oriente, donde siempre estaba ocurriendo
algo. Le seguí el hilo a las potencias económicas y florecí como
un mercader mediterráneo. Para mí los largos acarreos de ida y
vuelta hasta las Indias no eran mayor problema. Me iba bien, pero no
excelente, y para el siglo XI aparecí de nuevo en Europa Central.
Viéndolo en retrospectiva, eso ahora me parece un error ¿Sabes cuál
fue mi período favorito? Sí: el Renacimiento. Ahí sí que
sobresalieron. Para ser honesto, me asombraron. Recién pasaba de un
bostezo quinientos años de enfermedades, religiones y cero talento.
La comida era terrible. Nadie lucía bien. Las artes y ciencias
apestaban. Y, de pronto: ¡Bang! –y además todo a la vez. Yo
estaba en Oslo cuando escuché lo que estaba pasando. Lo dejé todo y
zarpé en el primer barco hacia Italia, temeroso de perderme el
espectáculo. Oh, aquello era el paraíso. Cuando esos tipo pintaban
una pared o un techo, permanecía pintado. Estábamos viviendo
en una obra de arte en aquellos días. Al mismo tiempo había algo
ominoso en todo aquello, según mi punto de vista. Comprobé
que, en muchos
sentidos, ustedes eran
capaces de cualquier cosa ¿Y qué me toca después del Renacimiento?
Racionalismo y la revolución industrial. Crecimiento, progreso, toda
la estampida petroquímica. Y, justo cuando pensaba que no podía
haber un siglo más idiota que el XIX, llega el XX. Se los juro: todo
el planeta parecía ser la sede de algún tipo de certamen de
estupidez. Para entonces ya podía predecir cómo iba a acabar la
historia de la humanidad. Cualquier podría predecirlo.
Era la única posibilidad.
Mis
impulsos suicidas se remontan
a la Edad Media. Siempre me
estaba tirando desde las
cimas de las montañas y
cosas por el estilo. Peñascos junto al mar y demás. Nunca
funcionaba ¡Dios santo! Me han caído más rayos de los que puedo
recordar y sigo vivo para contarlo. (Una vez recibí el impacto
de un meteorito directamente
en la cara; me tomó un gran trabajo quitármelo de encima y me sentí
decaído durante toda la tarde.) Además
he luchado
en innumerables guerras. Ser un soldado fue mi pasión por milenios,
pero empecé a dejarlo al principio del siglo XV. Yo, que había
peleado junto a Alejandro y a los grandes Khans de pronto me vi en
medio de una reyerta entre una horda de vagos asquerosas y otra horda
de vagos asquerosos. Eso fue en Agincourt. Para la batalla de
Passchedaele ya había tenido suficiente. Toda la improvisación
–todo el saber y el hacer– se había salido de control. Era solo
muerte, pura y simple. Y mis experiencias en el teatro nuclear no han
hecho nada por restituir el romance perdido... Lentamente perdía el
interés en todo. En general me estaba volviendo más huraño y
neurótico. Y, por supuesto, estaba el alcohol. De hecho, a mediados
del siglo XX, mi problema con la bebida
se salió totalmente de control. Me lancé a una borrachera de
noventa y cinco años –desde 1945 hasta 2039. Estaba destrozado. Un
nómada metropolitano; vivía de vender mi pasado, de vender
historia: esculturas fenicias, manuscritos hebreos, botines de
guerra. Algunas de esas cosas valían un dineral. Me desmoroné.
Perdí todo el respeto hacia mí mismo. Era como aquel pasajero del
avión averiado que trata de encontrar un estado en el que nada
importara. Así parecía estarse comportando todo el mundo. Pero ese
estado no se puede encontrar. Porque no existe. Porque las cosas sí
importan. Incluso aquí.
Tokio, después del ataque
nuclear, no es un paisaje agradable. Un pastel negro aceite con con
pequeños brocados de fuego. Mi vida está atiborrada de muertes –mi
vida es muerte– pero había lugar para una más. Todo se había
ido. Nada estaba pasando. La única luz y la única actividad
provenían de los rayos de plasma y los misiles nucleares que seguían
siendo disparados desde un satélite crepitante o desde un solitario
submarino. ¿Qué están haciendo –me pregunté– al desbordar los
cementerios de esa forma? No me pregunten cómo llegué hasta Nueva
Zelanda. Es una larga historia. Fue un largo viaje. En los viejos
tiempos, claro está, podría haberlo caminado. No tenía planes. En
realidad solo seguí el rumbo de la vida.
Remé hasta tierras
continentales y tampoco encontré nada ahí. Todo estaba muerto.
(Para ser justo, gran parte ya estaba muerta desde antes.)
Ocasionalmente, mientras tanteaba el camino hacia el sur, miré un
parche de líquenes o un hongo ensortijado y, más tarde, una
cucaracha de una pata o una rata sin ojos y eso animaba mi espíritu
por un rato. Pasaron unos dieciocho meses hasta que me pude topar con
algo a lo que se le pudiera llamar humano. Fue en Tailandia. En una
pequeña comunidad pesquera resguardada por las cúspides las
montañas costeras y azotada por una viento de condiciones anormales
(siendo las condiciones anormales las únicas en que se encontraban
los vientos para entonces). La gente estaba en terribles condiciones,
naturalmente, pero seguían sacando trozos y tripas del mar de algo
que yo no llamaría peces. Les rogué para que me dieran un bote pero
me lo negaron, lo cual era comprensible. No valía la pena discutir
sobre el asunto, así que solo me quedé por ahí, esperando que
todos murieran. No tomó mucho tiempo. Esperé por unos cuatro años,
si recuerdo bien. Luego me embarqué sin preocuparme dónde diablos
me llevaría el viento. Solo me embarqué hacia el mar agonizante,
añorando vida.
Y
la encontré, luego de un rato, aquí, entre la gente de polvo. Los
últimos. Mejor les saco provecho a estos seres humanos, porque son
los últimos que me quedan. Lamento su deceso. ¿Qué es esto que me
hace querer a otros... que me hace querer que otros existan?
Una vez, encontrándome en la
antigua China con muchísimo dinero y un siglo sin nada que hacer me
compré una bebé elefante y la crié desde la cuna hasta la
invalidez. La llamé Babalaya. Vivió por ciento trece años y
tuvimos tiempo para conocernos bastante bien. La forma juguetona con
que sacudía su cabeza. Su graciosa figura: toda esa mole sin culo
(de espaldas parecía un camionero doblado sobre la barra de un
pub de Dublín). Babalaya –la única mujer que me ha importado
algo... No, eso no es cierto. No sé por qué dije eso. Aunque las
relaciones largas siempre fueron problemáticas para mí y procuraba
evitarlas. Solo he estado casado tres o cuatro mil veces –no soy
del tipo que hace listas– y el número de mis hijos debe andar
sobre los cinco dígitos. También tuve períodos de homosexualidad.
Pero estoy seguro que se pueden imaginar cuál era el problema. Estoy
acostumbrado a ver montañas desmoronándose en el aire o deltas
formándose. Cuando dicen que el Atlántico, o lo que sea, se está
hundiendo media pulgada cada siglo, yo noto estas cosas. Ahí
estoy, emparejado con esta preciosidad. Parpadeo y ya es un
vejestorio. Mientras me mantengo encallado en mi mediodía
inmaculado, el tiempo parece garabatear sobre los rostros de todos
justo ante mis ojos: crecían o se encogían o se desenmarañaban. A
mí no me importaba demasiado, pero las mujeres no podían manejarlo
del todo. Las volvía locas. “Hemos estado juntos por veinte años”,
decían, “¿cómo es posible que yo luzca como mierda y tú no?”
Además, no era muy inteligente quedarse demasiado tiempo en el mismo
lugar. Veinte años ya era abusar de la suerte. Y yo abusé de ella
muchas, muchas veces, por el bien de los niños. A parte de eso, solo
tuve pequeñas aventuras. ¿Piensan que el sexo casual es
insatisfactorio? Imaginen lo que pienso yo al respecto. Para mí,
veinte años es sexo casual. Ni siquiera eso. Es como coger de pie en
un callejón. Y había complicaciones poco placenteras. Por ejemplo,
una vez encontré a una de mis nietas tosiendo y cojeando a través
de la multitud en el mercado de Jerusalén. Yo la reconocí porque
ella me reconoció; soltó un fuerte grito y me señaló con el dedo
en que llevaba el anillo que le regalé cuando era pequeña. Y ahora
era pequeña de nuevo. Lamento confesar que cometí incesto con
bastante regularidad en los primeros días. No había manera de
eludir el incesto en aquellos tiempos. No era solamente yo: todo
mundo lo hacía. Un millón de veces he sentido el desconsuelo de la
pérdida y luego un millón más. Cuanto dolor he conocido, cuantos
megatones de dolor. Los extraño a todos –cómo los extraños.
Extraño a mi Babalaya. Pero comprenderán que las relaciones de
cualquier índole están destinadas a ser agobiantes (habrá muchas
tensiones) cuando una parte es mortal y la otra no.
La única celebridad que
conocí fue Ben Johnson, en Londres para aquellos tiempos, luego de
mi regreso de Italia. Ben y yo fuimos amigos de borracheras. Cuando
bebía era bullicioso y, algunas veces, muy sentimental; y claro, era
muy sensible con toda la cuestión de Shakespeare. Ben solía
sentarse a ver el trabajo de ese tipo con los ojos llenos de
lágrimas. Yo vi a Shakespeare un par de veces, en la calle. Nunca
nos encontramos, pero sí nuestras miradas. Siempre me pareció que
él y yo hubiéramos llegado lejos juntos. Yo pienso el mundo como
Shakespeare. Apuesto que le hubiese podido proporcionar muy buen
material.
Pronto toda la gente se habrá
ido y yo estaré eternamente solo. Incluso Shakespeare se habrá ido
–o quizá no del todo, pues sus líneas vivirán en esta vieja
cabeza mía. Gozaré la compañía de la memoria. La compañía de
los sueños. Únicamente no tendré más gente. Es cierto que viví
esos años vacíos antes que el ser humano llegara, así que estoy
acostumbrado a la soledad. Pero esto será diferente, no habrá nadie
esperándome al final.
Ya no hay clima. Los días
son una máscara de fuego –el cielo nocturno siempre me ha dado
igual. Antes, en el vacío temprano, había mascotas y plantas y
caminatas por la naturaleza. Bueno, ahora ya no queda mucho por donde
caminar. He visto lo que están haciéndole al lugar ¿Cuál fue el
problema? ¿Era muy lindo para ustedes o algo así? Dios santo, han
estado aquí por solo diez minutos. Y miren lo que han hecho.
Bostezan y balbucean en torno
al pozo envenenado. Han intentado tener hijos –yo he intentado
tener hijos– pero no funciona. Los bebés que logran nacer no se
ven muy bien y no parecen desarrollar inmunidades. No hay mucha
inmunidad alrededor. Todos están decaídos.
Son los últimos y están
locos. Sufren de una alucinación masiva. De veras, es algo de lo más
curioso. Todos ellos creen que son eternos, que son inmortales. Yo no
les he dado esa idea. Yo me he mantenido callado, como siempre ha
sido mi costumbre. He sido discreto. Yo no soy uno de esos tipos que
andan presumiendo sobre cómo conocieron a Tutankamón o sobre cómo
cogieron con la Reina de Saba o con María Antonieta. Ellos piensan
que vivirán para siempre. Pobre bastardos, si tan solo supieran.
Yo, algunas veces, también
sufro de una alucinación. Algunas veces me asalta esta extraña idea
de que solamente soy un maestro de escuela neozelandés de segunda
fila que nunca hizo nada ni fue a ninguna parte y que ahora muere
dolorosa y estrepitosamente por la radiación solar junto a todos los
demás. Es extraño cuán palpable es este pasado ilusorio, cuán
humano: casi siento que puedo estirar la mano y tocarlo. Había una
mujer y un niño. Una mujer. Un niño... Pero pronto recupero la
cordura. Pronto me recompongo. Pronto enfrento el trágico hecho de
que no habrá final para mí, incluso luego que el sol muera (lo cual
al menos debería ser bastante espectacular). Yo soy el Inmortal.
Recientemente he empezado a
salir a la luz del día. Ah, qué demonios. Y también, he notado,
los seres humanos han salido. Gemimos y danzamos y sacudimos nuestras
cabezas. Crujimos de cáncer, somos una efervescencia de sinergias
bajo el cielo furioso y desprovisto de aves. Tímidamente miramos
cómo el sol va llenando el cielo. Por supuesto, yo puedo soportarlo,
pero esto es suicidio para los seres humanos. Esperen, quiero decir.
Todavía no. Tengan cuidado –se terminarán haciendo daño. Por
favor. Por favor traten de quedarse un rato más.
Pronto todos ustedes se
habrán ido y yo estaré eternamente solo.
Yo... Yo soy el Inmortal.
** ** **
Martin Amis
(Oxford, 1949) Novelista y periodista inglés.
Hijo del también escritor Kingsley Amis, se educó en el Exeter College
de Oxford y trabajó como actor en el film A High Wind in Jamaica (1965). Fue periodista en The Times Literary Supplement y en el New Stateman. Desde 1979 se dedicó por completo a la literatura.
Su primera novela fue El libro de Rachel (1973, premio Somerset Maugham), a la que siguieron dos ácidas e ingeniosas sátiras, Niños muertos (1975) y Éxito (1978). Sus siguientes obras fueron Other People (1981), los cuentos de Los monstruos de Einstein (1987), breves alegorías sobre la destrucción nuclear y Campos de Londres (1989). Posteriormente ha dado a conocer, entre otros títulos, La flecha del tiempo, Tren Nocturno, Mar gruesa y Visitando a Mrs. Nabokov (ensayos).
En 2000 publicó Experience, una obra autobiográfica que revela muchos aspectos de su vida y donde analiza su relación con su padre. Koba el Temible, la risa y los veinte millones
(2002) es un polémico ensayo biográfico sobre la figura de Stalin, que
despertó la ira de los historiadores y la izquierda intelectual
británica. Las críticas también acompañaron la publicación de su nueva
novela, Yellow dog, en 2003.
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ResponderEliminarYa había leído una versión española de ese cuento, en no sé qué revista electrónica madrileña, y entonces lo sentí medio plausible: faltaban algunos puntos suspensivos y miré de cuando en cuando rimas internas que me dificultaron bastante su lectura; es por ello que quizá no haya comprendido el cuento. Esta traducción tuya me parece mejor y excelente. Se trata, más que todo, de un cuento circular donde hay un lenguaje depurado, cuidadoso, elíptico, o que juega a comerse a sí mismo --lo que dificultará siempre su traducción al italiano, árabe, chino mandarín, persa, y un infinito et al. En él no interesa, por lo tanto, el asunto de la erudición --o palabrería-- como la temática y la atmósfera --que pudieran parecerle a cualquiera demasiado “topoi”, pero que son tratadas ahí con un punto de vista “desautomatizado”, moderno, valiéndose Martin Amis de mecanismos de literatura fantástica empleados y creados por Borges a partir de "Ficciones" e incluso aparecidos prematuramente en sus ensayos-conferencias “El arte narrativo y la magia” y “La postulación de la realidad”, los dos de 1932 o 33.
ResponderEliminarY sin duda apreciamos desde sus primeras líneas ("Ahora me siento libre para revelar mi secreto. Yo soy el Inmortal”) intertextos de "El intruso", "La historia según Pao Cheng", "La carne", "La memoria de Shakespeare" y, obviamente, "Las ruinas circulares" (y casi-casi la de "El inmortal"; sí, aunque esa deducción parezca más bien un axioma deliberado).
Un cuento bárbaro.