15/5/14

"Los inmortales" de Martin Amis


de Martin Amis
traducción Luis Báez

Qué gran perspectiva. Pronto toda la gente se habrá ido y yo estaré eternamente solo. Los seres humanos de por aquí están en muy mala forma, entre otras cosas debido la radiación solar, al problema de inmunidad y a la dieta a base de ratas y cucarachas. Son los últimos y no van a durar mucho (aunque, trata de decírselo a ellos). Aquí vienen de nuevo, tambaleándose fuera de sus guaridas para ver el ocaso infernal. Sufren de enfermedades y alucinaciones. Creen que son... Pero dejemos a los pobres bastardos ser. Ahora me siento libre para revelar mi secreto.
      Yo soy el Inmortal.

Llevo aquí un tiempo increíblemente largo. Si el tiempo es dinero, entonces soy millonario. Y ya saben, si uno lleva aquí tanto tiempo como yo, la escala diurna, esas veinticuatro horas, pueden tornarse deprimentes. Quise ensayar un patrón más vasto para todas las cosas. Y tuve mis logros. Una vez permanecí despierto por siete años. Ni una sola siesta. Y claro, al final estaba exhausto. Por otro lado, la vez que me enfermé en Mongolia dormí por toda una década. Durante un tiempo en el que no tenía nada que hacer, refrescando mis talones en un oasis del Sahara, me hurgué la nariz por dieciocho meses. En otra ocasión –en la que no había nadie cerca– me pajeé durante todo un verano. Hasta los invariables cocodrilos envidiaban mis baños en los ríos intemporales, moteados de tiempo. Francamente no había mucho que hacer. Por fin desistí de estos experimentos y, con docilidad, me incorporé a la dinámica día-noche. Parecía que necesitaba dormir. Parecía que necesitaba hacer las cosas que la gente necesitaba hacer. Cortarme las uñas. Ir al baño y afeitarme. Cortarme el cabello. Todas estas distracciones. Con razón nuca logré terminar nada.
      Nací, aparecí, me materialicé o descendí como un rayo cerca de la ciudad de Kampala, en Uganda, África. Evidentemente Kampala todavía no existía, ni tampoco Uganda. Tampoco existía África, ahora que lo pienso, porque en esos días todas las masas continentales estaban unidas. (Tuve que esperar hasta el siglo veinte para corroborar muchos de estos datos.) Se me ocurre la posibilidad de que yo sea un dios defectuoso; también es concebible que haya venido de otro planeta, uno que marcha con un reloj diferente. Pero la verdad nunca he aspirado a mucho. Mi vida, aunque larga, ha sido extremadamente vana. Tuve que aguantar por un largo tiempo antes que hubiera humanos con los que pasar el rato. El mundo se estaba enfriando. Me senté durante la geología para aguardar por la biología. Me ponía a canturrear sobre esos estanques tibios donde la vida germinada en el espacio se plantó. Sí, ahí estaba yo, animándolos desde la meta. Pues mis instintos eran gregarios y me sentía terriblemente solo. Y hambriento.
      Entonces aparecieron las plantas, un cambio agradable, y algunas primitivas especies animales. Después de un rato caí a la cuenta de que era carnívoro. En parte como una forma de autodefensa me convertí en un prodigioso cazador. (No era necesariamente una cuestión de supervivencia, pero estoy seguro que a nadie le gusta ser olfateado, destrozado a zarpazos y masticado, todo al mismo tiempo.) No existía un animal que yo no pudiera cazar. También tuve mascotas. Llevaba un estilo de vida saludable al aire libre, supongo, pero no muy estimulante. Yo anhelaba... anhelaba reciprocidad. Si pensé que el Pérmico era lo peor, fue simplemente porque aún no había vivido el Triásico. No puedo ni describir lo aburrido que fue. Pero de pronto, antes de que pudiera darme cuenta –esto debió ser alrededor del 6,000,000 a. de C.– sobrevino la primera (y no oficial) Edad de Hielo y todos tuvimos que volver empezar más o menos desde cero. Las Edades de Hielo, debo confesarlo, constituían considerables golpes a mi moral. Podía saber cuando una se aproximaba: había una suerte de espectáculo de luces cósmicas y luego, casi invariablemente, una tormenta de mierda de absurdas proporciones; luego polvo y lindos atardeceres; finalmente oscuridad. Esto ocurría con regularidad, exactamente cada setenta mil años. Uno podía ajustar tu reloj tomándolas como referencia. La primera Edad de Hielo barrió con los dinosaurios, o al menos eso dice la teoría. Yo sé algo diferente. Ellos hubieran sobrevivido si se hubieran apretado los cinturones y actuado sensiblemente. Los trópicos eran un poco sofocantes y sombríos, cierto, pero perfectamente habitables. Pero los dinosaurios se lo merecían. Eran mala calaña. Esas películas de aventuras en mundos perdidos retratan a la perfección la muerte de los dinosaurios. Increíblemente estúpidos, increíblemente susceptibles –e increíblemente grandes. Y siempre buscando problemas. El lugar parecía un cementerio de ballenas. Yo, para entonces, ya dominaba el fuego y comía bien. Todas las noches eran de hamburguesas.
      Desde mi punto de vista el primer lote de gente-mono fue un verdadero fiasco. En cierto modo me complacía verlos, pero, por lo general, eran un fastidio. Toda esa evolución –¿Y para esto? Hubo una época de bestialidad antes de que lograran cualquier cosa, y aun entonces eran sorprendentemente avaros y paranoicos. Con mi pequeña casa, mis trajes de piel, mi aspecto limpio y rasurado y mis barbacoas lograba sobresalir. Ocasionalmente fui objeto de odio y adoración. Pero ni siquiera los más amistosos me servían de nada. Ugh. Ich. Akk. ¿Qué tipo de conversación es esa? Y cuando por fin mejoraron, cuando ya había hecho unos cuantos amigos y empezaba a entablar relaciones con mujeres, sobrevino un terrible hallazgo. Pensé que serían diferentes, pero no lo eran. Todos se ponían viejos y morían, igual que mis mascotas.

Como están muriendo ahora. Muriendo en torno a mí.
      Al principio nos alegramos de que el mundo se entibiara. Nos alegramos cuando las cosas empezaron a recobrar su brillo. El invierno es siempre deprimente –pero el invierno nuclear es, de alguna forma, especialmente lúgubre. Incluso yo me harté de una noche que duró treinta años. Por un tiempo tomar el sol fue un gran lujo. Pero luego la situación cambió diametralmente. Cada vez se ponía más caliente –o más bien había un cambio en la naturaleza del calor. No se sentía como luz solar. Se sentía como un gas o un líquido: se sentía como lluvia, muy rala, muy caliente. Y los edificios no parecen contenerlos apropiadamente, aún los edificios con techos. Los humanos dejaron de ser adoradores del sol y se convirtieron en adoradores de la luna. La vida se convirtió en vida nocturna. Ellos están demasiado animados, considerando la situación –más apesadumbrados por los otros que por ellos mismos. Supongo que es una suerte que no puedan imaginar lo que realmente está por venir.
      Los pobres mortales, me compadezco de ellos. Simplemente no hay nada que puedan hacer contra esa fiera que se funde allá arriba, en el centro del cielo. Enfrentaron la ira y luego enfrentaron el frío; y ahora son destruidos de nuevo con ataques nucleares. Ahora son calcinados una y otra vez por el lento reactor del sol.
      El Apocalipsis ocurrió en el año 2045 d.C. Cuando estaba seguro de que ocurriría me fui directo a donde estaba la acción: Tokio. Seré honesto y diré que estaba listo para renunciar. No es que estuviera particularmente deprimido ni nada. Definitivamente no estaba tan deprimido como lo estoy ahora. De hecho, recién emergía de una resaca de cinco años y el futuro, al menos para mí, lucía prometedor. Pero el planeta estaba en un estado desesperante para entonces y yo no quería formar parte de ello. Quería escapar. Nada ha logrado matarme nunca, entonces supuse que el impacto directo de un arma nuclear era mí única oportunidad. Soy cósmico –en tiempo–, pero también lo son las armas nucleares: en poder. Si un arma nuclear no tiene la fuerza para hacerme desaparecer (me digo a mí mismo), bueno, pues nada más lo hará. Tenía una seria duda. El despliegue acostumbrado en ese tiempo era para detonaciones dentro del rango de los cien kilotones. Personalmente me hubiera gustado algo más grande, digamos por lo menos un megatón. Perdí el barco. Debí haber tomado mi oportunidad en los días de las pruebas atmosféricas. Siempre me recrimino por ese hijo de puta de seis megatones que los soviéticos probaron en Siberia. Sesenta millones de toneladas de TNT: ciertamente ni siquiera yo hubiera salido vivo de esa.
      Renté una habitación en el último piso del Century Inn, cerca de la Torre de Tokio, en el centro de la ciudad. Quería recibir el golpe justo en la nariz. En el hotel parecían contentos por mi estadía. El negocio no andaba exactamente bien. Todo mundo sabía que el final empezaría aquí: el final empezó aquí hace un siglo. Y ya entonces las ciudades agonizaban de todos modos. Por la noche derroché el dinero que tenía. Soborné al guardia del hotel para que me dejara subir al techo: el sueño final. La ciudad se retorcía en un miedo mortal. Yo me retorcía en una esperanza mortal. Si suena egoísta, bueno, entonces me disculpo ¿Pero ante quién? Cuando escuché la sirena y el quejido del viento me puse rápidamente de pie y me quedé ahí, totalmente desnudo, con los brazos extendidos. Y entonces llegó, como el universo desnudándose de golpe.
      Creo que al principio recibí mucha radiación inmediata, lo cual luego me provocó un fuerte dolor de cabeza. Al momento del impacto pensé que estaba siendo asesinado a cosquillas por Dioniso. Simultáneamente fui agredido por el pulso electromagnético y por la descarga térmica. Pero en realidad por el pulso electromagnético no hay que preocuparse demasiado. Se los aseguro, es la menor de las dificultades. Pero el calor es otra cosa. Son el tipo de temperaturas que convierten a un ser humano en una sombra untada en la pared. Hasta yo me marchité un poco. Si bien ahora puedo hacer bromas al respecto, en su momento fue bastante alarmante. No podía respirar y me desmayaba –lo cual nunca me había ocurrido–; no moría pero al menos me desmayaba. Por un largo rato, supongo, porque cuando recobré el conocimiento todo se había ido. Dormí durante el estallido, la conflagración y durante todo el tornado de muertes. Físicamente me sentía bien. Físicamente me encontraba, como dicen, en excelente forma. Estaba completamente restituido de la resaca. Pero en todos los demás aspectos me sentía inusualmente agobiado. Sí, definitivamente estaba deprimido. Todavía lo estoy. Pero actúo animado, pongo cara de valor; pero a menudo pienso que esta depresión nunca va a terminar –me veo atrapado en ella hasta el fin de los tiempos. No se me ocurre nada que pueda levantarme los ánimos. Pronto toda la gente se habrá ido y yo estaré eternamente solo.

* * *

Es gente de arena, gente de polvo. Les tengo afecto, por supuesto, pero no son una gran compañía. Están profundamente enfermos y profundamente locos. Mientras disminuyen, mientras menguan y desaparecen, se les van ocurriendo grandes ideas sobre ellos mismos. Hablando entre nosotros, yo tampoco me siento de maravilla. Luzco bien, como siempre; pero, definitivamente, no me siento tan bien como antes. Mi relación con las enfermedades es la siguiente: se me contagian y sus síntomas me agobian y todo, pero no llegan a ser fatales. Ellas siguen adelante, o yo me adapto. Para darte un ejemplo comparativo reciente, he tenido sida por setenta y tres años. Simplemente no se me quita.
      Falta una hora para el amanecer y las estrellas todavía resplandecen con su nuevo y agudo brillo. Ahora todos los seres humanos regresan a sus guaridas. Algunos caerán en un sueño trémulo. Otros se congregarán cerca del pozo contaminado y hablarán mierdas durante todo el día. Yo permaneceré afuera un rato más, solo, bajo el calendario inmortal del cielo.

La antigüedad clásica fue interesante (supongo que aquí me estoy saltando un gran período de tiempo, pero tampoco se pierden mucho). Fue en la Roma de Calígula cuando supe que tenía un problema con la bebida. Empecé a pasar más y más tiempo en el Medio Oriente, donde siempre estaba ocurriendo algo. Le seguí el hilo a las potencias económicas y florecí como un mercader mediterráneo. Para mí los largos acarreos de ida y vuelta hasta las Indias no eran mayor problema. Me iba bien, pero no excelente, y para el siglo XI aparecí de nuevo en Europa Central. Viéndolo en retrospectiva, eso ahora me parece un error ¿Sabes cuál fue mi período favorito? Sí: el Renacimiento. Ahí sí que sobresalieron. Para ser honesto, me asombraron. Recién pasaba de un bostezo quinientos años de enfermedades, religiones y cero talento. La comida era terrible. Nadie lucía bien. Las artes y ciencias apestaban. Y, de pronto: ¡Bang! –y además todo a la vez. Yo estaba en Oslo cuando escuché lo que estaba pasando. Lo dejé todo y zarpé en el primer barco hacia Italia, temeroso de perderme el espectáculo. Oh, aquello era el paraíso. Cuando esos tipo pintaban una pared o un techo, permanecía pintado. Estábamos viviendo en una obra de arte en aquellos días. Al mismo tiempo había algo ominoso en todo aquello, según mi punto de vista. Comprobé que, en muchos sentidos, ustedes eran capaces de cualquier cosa ¿Y qué me toca después del Renacimiento? Racionalismo y la revolución industrial. Crecimiento, progreso, toda la estampida petroquímica. Y, justo cuando pensaba que no podía haber un siglo más idiota que el XIX, llega el XX. Se los juro: todo el planeta parecía ser la sede de algún tipo de certamen de estupidez. Para entonces ya podía predecir cómo iba a acabar la historia de la humanidad. Cualquier podría predecirlo. Era la única posibilidad.
      Mis impulsos suicidas se remontan a la Edad Media. Siempre me estaba tirando desde las cimas de las montañas y cosas por el estilo. Peñascos junto al mar y demás. Nunca funcionaba ¡Dios santo! Me han caído más rayos de los que puedo recordar y sigo vivo para contarlo. (Una vez recibí el impacto de un meteorito directamente en la cara; me tomó un gran trabajo quitármelo de encima y me sentí decaído durante toda la tarde.) Además he luchado en innumerables guerras. Ser un soldado fue mi pasión por milenios, pero empecé a dejarlo al principio del siglo XV. Yo, que había peleado junto a Alejandro y a los grandes Khans de pronto me vi en medio de una reyerta entre una horda de vagos asquerosas y otra horda de vagos asquerosos. Eso fue en Agincourt. Para la batalla de Passchedaele ya había tenido suficiente. Toda la improvisación –todo el saber y el hacer– se había salido de control. Era solo muerte, pura y simple. Y mis experiencias en el teatro nuclear no han hecho nada por restituir el romance perdido... Lentamente perdía el interés en todo. En general me estaba volviendo más huraño y neurótico. Y, por supuesto, estaba el alcohol. De hecho, a mediados del siglo XX, mi problema con la bebida se salió totalmente de control. Me lancé a una borrachera de noventa y cinco años –desde 1945 hasta 2039. Estaba destrozado. Un nómada metropolitano; vivía de vender mi pasado, de vender historia: esculturas fenicias, manuscritos hebreos, botines de guerra. Algunas de esas cosas valían un dineral. Me desmoroné. Perdí todo el respeto hacia mí mismo. Era como aquel pasajero del avión averiado que trata de encontrar un estado en el que nada importara. Así parecía estarse comportando todo el mundo. Pero ese estado no se puede encontrar. Porque no existe. Porque las cosas sí importan. Incluso aquí.

Tokio, después del ataque nuclear, no es un paisaje agradable. Un pastel negro aceite con con pequeños brocados de fuego. Mi vida está atiborrada de muertes –mi vida es muerte– pero había lugar para una más. Todo se había ido. Nada estaba pasando. La única luz y la única actividad provenían de los rayos de plasma y los misiles nucleares que seguían siendo disparados desde un satélite crepitante o desde un solitario submarino. ¿Qué están haciendo –me pregunté– al desbordar los cementerios de esa forma? No me pregunten cómo llegué hasta Nueva Zelanda. Es una larga historia. Fue un largo viaje. En los viejos tiempos, claro está, podría haberlo caminado. No tenía planes. En realidad solo seguí el rumbo de la vida.
      Remé hasta tierras continentales y tampoco encontré nada ahí. Todo estaba muerto. (Para ser justo, gran parte ya estaba muerta desde antes.) Ocasionalmente, mientras tanteaba el camino hacia el sur, miré un parche de líquenes o un hongo ensortijado y, más tarde, una cucaracha de una pata o una rata sin ojos y eso animaba mi espíritu por un rato. Pasaron unos dieciocho meses hasta que me pude topar con algo a lo que se le pudiera llamar humano. Fue en Tailandia. En una pequeña comunidad pesquera resguardada por las cúspides las montañas costeras y azotada por una viento de condiciones anormales (siendo las condiciones anormales las únicas en que se encontraban los vientos para entonces). La gente estaba en terribles condiciones, naturalmente, pero seguían sacando trozos y tripas del mar de algo que yo no llamaría peces. Les rogué para que me dieran un bote pero me lo negaron, lo cual era comprensible. No valía la pena discutir sobre el asunto, así que solo me quedé por ahí, esperando que todos murieran. No tomó mucho tiempo. Esperé por unos cuatro años, si recuerdo bien. Luego me embarqué sin preocuparme dónde diablos me llevaría el viento. Solo me embarqué hacia el mar agonizante, añorando vida.

Y la encontré, luego de un rato, aquí, entre la gente de polvo. Los últimos. Mejor les saco provecho a estos seres humanos, porque son los últimos que me quedan. Lamento su deceso. ¿Qué es esto que me hace querer a otros... que me hace querer que otros existan?
      Una vez, encontrándome en la antigua China con muchísimo dinero y un siglo sin nada que hacer me compré una bebé elefante y la crié desde la cuna hasta la invalidez. La llamé Babalaya. Vivió por ciento trece años y tuvimos tiempo para conocernos bastante bien. La forma juguetona con que sacudía su cabeza. Su graciosa figura: toda esa mole sin culo (de espaldas parecía un camionero doblado sobre la barra de un pub de Dublín). Babalaya –la única mujer que me ha importado algo... No, eso no es cierto. No sé por qué dije eso. Aunque las relaciones largas siempre fueron problemáticas para mí y procuraba evitarlas. Solo he estado casado tres o cuatro mil veces –no soy del tipo que hace listas– y el número de mis hijos debe andar sobre los cinco dígitos. También tuve períodos de homosexualidad. Pero estoy seguro que se pueden imaginar cuál era el problema. Estoy acostumbrado a ver montañas desmoronándose en el aire o deltas formándose. Cuando dicen que el Atlántico, o lo que sea, se está hundiendo media pulgada cada siglo, yo noto estas cosas. Ahí estoy, emparejado con esta preciosidad. Parpadeo y ya es un vejestorio. Mientras me mantengo encallado en mi mediodía inmaculado, el tiempo parece garabatear sobre los rostros de todos justo ante mis ojos: crecían o se encogían o se desenmarañaban. A mí no me importaba demasiado, pero las mujeres no podían manejarlo del todo. Las volvía locas. “Hemos estado juntos por veinte años”, decían, “¿cómo es posible que yo luzca como mierda y tú no?” Además, no era muy inteligente quedarse demasiado tiempo en el mismo lugar. Veinte años ya era abusar de la suerte. Y yo abusé de ella muchas, muchas veces, por el bien de los niños. A parte de eso, solo tuve pequeñas aventuras. ¿Piensan que el sexo casual es insatisfactorio? Imaginen lo que pienso yo al respecto. Para mí, veinte años es sexo casual. Ni siquiera eso. Es como coger de pie en un callejón. Y había complicaciones poco placenteras. Por ejemplo, una vez encontré a una de mis nietas tosiendo y cojeando a través de la multitud en el mercado de Jerusalén. Yo la reconocí porque ella me reconoció; soltó un fuerte grito y me señaló con el dedo en que llevaba el anillo que le regalé cuando era pequeña. Y ahora era pequeña de nuevo. Lamento confesar que cometí incesto con bastante regularidad en los primeros días. No había manera de eludir el incesto en aquellos tiempos. No era solamente yo: todo mundo lo hacía. Un millón de veces he sentido el desconsuelo de la pérdida y luego un millón más. Cuanto dolor he conocido, cuantos megatones de dolor. Los extraño a todos –cómo los extraños. Extraño a mi Babalaya. Pero comprenderán que las relaciones de cualquier índole están destinadas a ser agobiantes (habrá muchas tensiones) cuando una parte es mortal y la otra no.

La única celebridad que conocí fue Ben Johnson, en Londres para aquellos tiempos, luego de mi regreso de Italia. Ben y yo fuimos amigos de borracheras. Cuando bebía era bullicioso y, algunas veces, muy sentimental; y claro, era muy sensible con toda la cuestión de Shakespeare. Ben solía sentarse a ver el trabajo de ese tipo con los ojos llenos de lágrimas. Yo vi a Shakespeare un par de veces, en la calle. Nunca nos encontramos, pero sí nuestras miradas. Siempre me pareció que él y yo hubiéramos llegado lejos juntos. Yo pienso el mundo como Shakespeare. Apuesto que le hubiese podido proporcionar muy buen material.
      Pronto toda la gente se habrá ido y yo estaré eternamente solo. Incluso Shakespeare se habrá ido –o quizá no del todo, pues sus líneas vivirán en esta vieja cabeza mía. Gozaré la compañía de la memoria. La compañía de los sueños. Únicamente no tendré más gente. Es cierto que viví esos años vacíos antes que el ser humano llegara, así que estoy acostumbrado a la soledad. Pero esto será diferente, no habrá nadie esperándome al final.
      Ya no hay clima. Los días son una máscara de fuego –el cielo nocturno siempre me ha dado igual. Antes, en el vacío temprano, había mascotas y plantas y caminatas por la naturaleza. Bueno, ahora ya no queda mucho por donde caminar. He visto lo que están haciéndole al lugar ¿Cuál fue el problema? ¿Era muy lindo para ustedes o algo así? Dios santo, han estado aquí por solo diez minutos. Y miren lo que han hecho.
Bostezan y balbucean en torno al pozo envenenado. Han intentado tener hijos –yo he intentado tener hijos– pero no funciona. Los bebés que logran nacer no se ven muy bien y no parecen desarrollar inmunidades. No hay mucha inmunidad alrededor. Todos están decaídos.
      Son los últimos y están locos. Sufren de una alucinación masiva. De veras, es algo de lo más curioso. Todos ellos creen que son eternos, que son inmortales. Yo no les he dado esa idea. Yo me he mantenido callado, como siempre ha sido mi costumbre. He sido discreto. Yo no soy uno de esos tipos que andan presumiendo sobre cómo conocieron a Tutankamón o sobre cómo cogieron con la Reina de Saba o con María Antonieta. Ellos piensan que vivirán para siempre. Pobre bastardos, si tan solo supieran.
       Yo, algunas veces, también sufro de una alucinación. Algunas veces me asalta esta extraña idea de que solamente soy un maestro de escuela neozelandés de segunda fila que nunca hizo nada ni fue a ninguna parte y que ahora muere dolorosa y estrepitosamente por la radiación solar junto a todos los demás. Es extraño cuán palpable es este pasado ilusorio, cuán humano: casi siento que puedo estirar la mano y tocarlo. Había una mujer y un niño. Una mujer. Un niño... Pero pronto recupero la cordura. Pronto me recompongo. Pronto enfrento el trágico hecho de que no habrá final para mí, incluso luego que el sol muera (lo cual al menos debería ser bastante espectacular). Yo soy el Inmortal.
      Recientemente he empezado a salir a la luz del día. Ah, qué demonios. Y también, he notado, los seres humanos han salido. Gemimos y danzamos y sacudimos nuestras cabezas. Crujimos de cáncer, somos una efervescencia de sinergias bajo el cielo furioso y desprovisto de aves. Tímidamente miramos cómo el sol va llenando el cielo. Por supuesto, yo puedo soportarlo, pero esto es suicidio para los seres humanos. Esperen, quiero decir. Todavía no. Tengan cuidado –se terminarán haciendo daño. Por favor. Por favor traten de quedarse un rato más.
      Pronto todos ustedes se habrán ido y yo estaré eternamente solo.
      Yo... Yo soy el Inmortal.


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Martin Amis 

(Oxford, 1949) Novelista y periodista inglés. Hijo del también escritor Kingsley Amis, se educó en el Exeter College de Oxford y trabajó como actor en el film A High Wind in Jamaica (1965). Fue periodista en The Times Literary Supplement y en el New Stateman. Desde 1979 se dedicó por completo a la literatura.
Su primera novela fue El libro de Rachel (1973, premio Somerset Maugham), a la que siguieron dos ácidas e ingeniosas sátiras, Niños muertos (1975) y Éxito (1978). Sus siguientes obras fueron Other People (1981), los cuentos de Los monstruos de Einstein (1987), breves alegorías sobre la destrucción nuclear y Campos de Londres (1989). Posteriormente ha dado a conocer, entre otros títulos, La flecha del tiempo, Tren Nocturno, Mar gruesa y Visitando a Mrs. Nabokov (ensayos).
En 2000 publicó Experience, una obra autobiográfica que revela muchos aspectos de su vida y donde analiza su relación con su padre. Koba el Temible, la risa y los veinte millones (2002) es un polémico ensayo biográfico sobre la figura de Stalin, que despertó la ira de los historiadores y la izquierda intelectual británica. Las críticas también acompañaron la publicación de su nueva novela, Yellow dog, en 2003.




2 comentarios:

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  2. Ya había leído una versión española de ese cuento, en no sé qué revista electrónica madrileña, y entonces lo sentí medio plausible: faltaban algunos puntos suspensivos y miré de cuando en cuando rimas internas que me dificultaron bastante su lectura; es por ello que quizá no haya comprendido el cuento. Esta traducción tuya me parece mejor y excelente. Se trata, más que todo, de un cuento circular donde hay un lenguaje depurado, cuidadoso, elíptico, o que juega a comerse a sí mismo --lo que dificultará siempre su traducción al italiano, árabe, chino mandarín, persa, y un infinito et al. En él no interesa, por lo tanto, el asunto de la erudición --o palabrería-- como la temática y la atmósfera --que pudieran parecerle a cualquiera demasiado “topoi”, pero que son tratadas ahí con un punto de vista “desautomatizado”, moderno, valiéndose Martin Amis de mecanismos de literatura fantástica empleados y creados por Borges a partir de "Ficciones" e incluso aparecidos prematuramente en sus ensayos-conferencias “El arte narrativo y la magia” y “La postulación de la realidad”, los dos de 1932 o 33.

    Y sin duda apreciamos desde sus primeras líneas ("Ahora me siento libre para revelar mi secreto. Yo soy el Inmortal”) intertextos de "El intruso", "La historia según Pao Cheng", "La carne", "La memoria de Shakespeare" y, obviamente, "Las ruinas circulares" (y casi-casi la de "El inmortal"; sí, aunque esa deducción parezca más bien un axioma deliberado).

    Un cuento bárbaro.

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