19/5/14

"La Manada"


por Luis Báez
del libro "El patio de los murciélagos" (Uruk, 2010)

En abril de 2004 una revista nada importante de Los Ángeles, dedicada a reseñar eventos y producciones independientes de metal en Latinoamérica, me envió, con gastos pagados, a cubrir el Memories from the Fire Fest, a realizarse ese año en San Pedro Sula. Fue entonces cuando supe por primera vez sobre La Manada.

En mis recuerdos, el concierto no duró más de nueve cervezas y cuatro highballs; en mi grabadora, cuarenta y dos minutos de impresiones y declaraciones de las bandas, del público, de los organizadores y de las autoridades policiales que, al finalizar el apresurado vaivén de bandas ticas, hondureñas, panameñas, salvadoreñas, nicas, mexicanas y la única gringa, ya contabilizaban un total de quince heridos, dieciocho detenidos (principalmente por posesión de estupefacientes y/o alteración al “orden público”), ocho asaltos denunciados y al menos veinte intoxicaciones etílicas. Las bandas habían sido una verdadera mierda, el sonido un asco y ahora tendría que buscar cómo inventarme una buena crónica para enviar a la revista. Estaba borracho (aunque no había bebido tanto) y la desolación en que había devenido el concierto me era sofocante. Me alejé algo mareado, entre una multitud de gente vestida de negro, bajo un cielo que parecía inhalar de improviso todo el aire que corría por el lugar.

Fuera del descampado las calles húmedas y violáceas de San Pedro se me antojaron como un enjambre inescrutable de putas y asesinos. Busqué la luna, pero no la encontré por ningún lado. Paré uno de los muchos taxis que pasaban por la calle, le indiqué la dirección de mi hostal, negocié un precio y me monté. El viaje en bus desde Managua me había dejado exhausto y sin ánimos de alargar la noche tomando, seguramente en los peores bares de la ciudad, con las bandas y los organizadores. Recosté la cabeza sobre el respaldar del asiento y me cerré la chaqueta hasta el cuello. El taxista me preguntó qué tal había estado el concierto. “Cansado”, le respondí, supongo que secamente, porque lo último que quería era en ese momento era entablar una conversación trivial con un desconocido. Aunque, para que no me tomase a mal (de madrugada, en un país extraño, la cortesía nunca está de más), le ofrecí un cigarrillo de mi paquete. Fumamos en silencio por unos cinco minutos mientras la noche se destrozaba a ráfagas contra el parabrisas. Cuando llegamos a la entrada de un residencial vimos las sirenas encendidas de dos patrullas de policía y una ambulancia; el taxista bajó la velocidad hasta casi detenerse, entonces le pregunté qué pasaba y sólo se encogió de hombros. Los policías hablaban con un vigilante que seguramente cuidaba aquel lugar, mientras un reportero tomaba notas con evidente fastidio y otro fotografiaba los cuerpos destrozados de un Labrador negro y de un Gran Danés que llevaba un collar azul. Al momento que pasamos por la escena el súbito alboroto de un flash rebotó contra cada pliegue del rostro sudoroso del vigilante como un puñetazo de plata y fotones que hizo refulgir su camiseta blanca de cuello en V, oscureciendo, por contraste, la mancha de sangre que se dilataba desde su hombro derecho, ahora cubierto por una gasa. Luego los flashes estallaban sobre los perros abiertos como flores. Mientras nos alejábamos lentamente la escena pareció quedar suspendida en un espacio ajeno a nuestro espacio físico, ajena al movimiento del universo. En algún momento se me ocurrió tomar una foto con mi cámara, pero me contuve. “Maras, seguramente”, me dijo el taxista, y se quedó en silencio. “Usted no es de por acá, ¿verdad?” preguntó luego. “No. Soy nica." “Ah, bueno, bueno”, dijo y volvimos a permanecer en silencio, fumando y echando breves miradas a la brasas, ubicándolas gracias a su pequeños desmayos anaranjados entre el frío y la negrura. Al poco tiempo llegamos al hostal. Pagué, di las gracias al taxista y me bajé. Mientras tocaba el timbre mis ojos se cerraban con aplomo.

Aunque me desperté poco después de las tres de la tarde, sentí como si no hubiese dormido nada. Había dejado la luz y la televisión encendidas desde la noche anterior y seguía vestido. Abrí mi laptop sobre la cama, me enjuagué la cara y, unos cuarenta minutos después, envié mi artículo y algunas fotos a los editores. Luego me duché, recogí mis cosas, le pagué a la señora del hostal y busque un taxi que me llevara a la estación.

En la terminal de Transnica compré un sándwich, una coca-cola y dos periódicos hondureños que leí luego de cruzar la frontera pues, durante el camino de Tegucigalpa a Las Manos, dormía plácidamente con la cabeza apoyada sobre el hombro de una anciana guatemalteca que tuvo la amabilidad de no quejarse del todo.

Al llegar a la sección de Sucesos de uno de los periódicos reconocí, intrigado, la escena que había presenciado la noche anterior. Me apresuré a leer la nota, donde el vigilante, Antonio Estanislao Hernández Mendoza, de diecinueve años, declaraba que a eso de las tres de la mañana, o a lo mejor un poco antes, un ruido lo había puesto en alerta. Al rato escuchó un alboroto, sin dudas, dentro de los límites del residencial; una especie de rugido de persona y varios gritos de perro, declaró. Sabía que los perros de una de las casas se escapaban por las noches, para vagar por el residencial, y pensó que alguien, tratando de cometer algún delito, los había herido. Entonces salió de la caseta con su rifle calibre 22 en mano, procurando no hacer mucho ruido. Al llegar al lugar de donde provenían los sonidos (un parque pequeño, de poco menos de un cuarto de manzana, donde los adolescentes del residencial a menudo llegaban a fumar marihuana y beber o coger en sus carros), Hernández Mendoza sintió un repelo que le recorrió toda la espalda y un alboroto entre los arbustos que había detrás de unas bancas. Entonces, sin dejar de apuntar con su 22 y con su foco de mano, se acercó y descubrió a un grupo de unos ocho hombres y mujeres, unos totalmente desnudos, otros medio cubiertos por jirones de tela muy vieja, en cuclillas o arrastrándose cubiertos de sangre y lodo. El vigilante aseguraba que no tenían tatuajes ni llevaban ropa, que eran adultos en su mayoría, que incluso había un anciano y un par de niños y que si no hubiese sido por esos niños, a quienes él mismo vio, hubiese pensado que se trataba de alguna manada de animales raros o desconocido; decía que los machos o los hombres llevaban barbas larguísimas que les cubrían el pecho y parte del abdomen y pelo largo y enmarañado, y que no, que definitivamente no eran mareros. Antonio Estanislao también narró cómo, al alumbrar el punto sobre el cual se reconcentraban, descubrió al perro de una de las casas destripado. Entonces empezó a sonar nerviosamente su silbato. Los tipos ni siquiera se movieron. Parecían estar demasiado concentrados en su matanza. Pero, de pronto, dos se incorporaron rápidamente, sin quitarle los ojos de encima a Antonio Estanislao. Ni sus miradas, aseguraba el vigilante en sus declaraciones, ni la forma en que se paraban y se movían eran las de una persona normal, si no más bien las de un animal; pero no la de un animal que el vigilante no conocía, según reflexionaba luego, si no, seguramente, la de uno que no existía. Los dos salvajes, ya totalmente erguidos, dieron unos cuantos pasos hacia el vigilante, mientras los otros seguían despedazando con las manos y los dientes al perro, como si nada fuera de lo normal estuviese pasando. Cuando el vigilante se disponía a hacer un disparo al aire, uno de los trogloditas (así los llamaban en el artículo de Sucesos) se le tiró encima y le clavó los dientes en el hombro hasta casi arrancarle un pedazo de carne, obligándolo a botar el arma. El que había atacado reptó rápidamente de regreso al resto de su manada, que huía por un cauce cercano, hasta que se diluyeron por completo entre la oscuridad. El vigilante, herido, recogió su arma y soltó varios tiros al aire. Luego echó un vistazo a los restos del perro, que eran, básicamente, un montón de tripas y órganos desparramados sobre lo que parecía una larga bandeja de huesos, costillas y vértebras aún incrustadas en lonjas de piel y carne, con la cabeza entera. Tres guardias más, que habían encontrado el cadáver de otro perro, llegaron a socorrer a su colega, y fue cuando avisaron a la policía.
Pese a los términos peyorativos con que se referían a la supuesta “manada de trogloditas”, y la clara intención sensacionalista del reportero de la sección de sucesos, y a pesar de lo grotesco del hecho, sentí menos repudio que curiosidad por aquel extraño grupo de atacantes. Entonces dejé de leer el periódico porque las curvas de Ocotal me producían un mareo bastante fuerte. Saqué mi laptop y puse una película; al rato me volví a dormir.

Cuando desperté eran casi las once de la noche y sobre Managua caía un aguacero que inundaba los cauces y las calles, pero que no alcanzaba a atenuar el calor casi palpable. Tomé un taxi a mi casa y dormí lo que quedaba de noche. Cuando desperté todo era gris y opaco, como cuando pasa un aguacero en Managua, con las calles exhalando ese vapor denso, pegajoso y cálido que no huele a lluvia ni a tierra, sino a Managua (a las cunetas, a las calles, a los cauces y a las caras de Managua) como si un poco del caos y el infierno de la capital ascendiera a los cielos.

Pasaron varios meses hasta que volví a saber de La Manada.

Varios meses que fueron, ahora lo veo claramente, una suerte de letargo. Una dinámica automática e inconsciente que me hacía ir de mi casa a mi trabajo en un call center, del trabajo a la casa, del trabajo a comer con algunos amigos nada interesantes, del trabajo a un bar, del bar a una disco, de la disco a un prostíbulo, del prostíbulo a la casa, de la casa al trabajo. Los sábados a la universidad. El tiempo en casa para estudiar y hacer trabajos, y nada de tiempo libre para la vida o nada realmente importante, nada de tiempo para cosas reales, puro interactuar y actuar como un maldito animal auto-domesticado.

Hace un par de años empecé a estudiar periodismo porque supuse que con eso eventualmente podría dedicarme a escribir; vivir de escribir, ese era el sueño. Recibir un sueldo por sentarme a escribir ocho horas al día, artículos perecederos y de calidad estándar, cosas fútiles, pero a escribir y seguramente a (mal)vivir de ello al fin y al cabo. Pero la realidad es peor aún, porque trabajo en un call center, únicamente porque ahí gano mucho más que como reportero o redactor; así de simple. Que de ser escritor no se vive era algo que no ignoraba, pero la frustración que me sobrevino al descubrir que ser periodista en Nicaragua tampoco paga, me llevó a trabajar en un call center, a vender mi alma, mi vida y mi tiempo a una maldita maquila de hastío. Sin embargo, tener un trabajo que paga relativamente bien es, en este país, un privilegio.

Dejé de escribir textos literarios hace unos tres años, cuando calculé que con el poco tiempo libre que me quedaba solamente podría dedicarme, y no tanto como me hubiese gustado, a la lectura o a la escritura, pero no a ambas disciplinas. Naturalmente, dado que sin lo primero lo segundo es imposible, me decidí por la lectura.

Tres años hace que me sumergí de cabeza a ese mar de brea y asfalto bullente que es la literatura, sin embargo, desde que volví de mi brevísima estancia en San Pedro, mi afición, u obsesión, hacia la lectura ha crecido, digamos, de forma enfermiza. He notado cómo mis noches, mis madrugadas, mis amaneceres y la mitad de mi sueldo quincenal han sido invertidos, sin recato alguno, en engrosar mi biblioteca, a la que en los ocho meses posteriores al viaje sumé unos 90 nuevos títulos. Y no había un libro en mi biblioteca que yo no hubiese leído.

Cada quince días me iba al Mercado Huembes y salía cargado de libros que tenía que leer antes que me cayera la siguiente quincena.

Así dejé, casi sin percatarme, de ir a discos, a bares, de conocer mujeres y buscar putas, de hablar con amigos, de dormir, de ver noticias, de saber del mundo. Con el tiempo también dejé de ir a la universidad los sábados, en parte para poder amanecer leyendo y poder seguir leyendo el resto del día. Leía mientras hablaba con clientes en el call center, leía en los buses, en las bancas de las paradas, en los bares, en los cementerios, en la playa, junto a los cauces, en las rotondas. Soy pésimo con los títulos, pero no me obsesionó de ellos. No recuerdo el nombre de ninguno de los libros que leí en todo ese tiempo, pero sí podría referir sin error y en detalle sus tramas y argumentos; también ignoraba el nombre de mis autores favoritos, aunque, por otro lado, había logrado memorizar los nombres de un grupo de autores de los quienes, en caso de toparme con sus libros en un estante, tenía que huir despavorido. Nombres de autores que plagaban las librerías de Managua, acechando, listos en cualquier momento para escurrirse hasta tus manos y hacerte pasar algo que ni siquiera tiene los relieves o texturas de una “mala noche”, si no más bien una noche aburrida e inútil, una noche plana. Una vez se me coló, por ejemplo, una novelita estilo Corín Tellado (hay nombres que es mejor sí conocer) pero que trataba de Adán y Eva en el Edén y, durante una semana, todo fue un desastre gris, rancio y vomitivo. En fin, desconocía o ignoraba, intencionalmente supongo, los nombres de mis autores favoritos, pero no sus estilos; si me ponían, por ejemplo, un cuento que yo no conocía de este francés que escribió sobre una señora que tenía un perrito al que termina tirando a un pozo, sabría de inmediato de quién se trataba.

De casualidad supe que se acercaba la navidad, y comprendí que necesitaría suficientes libros como para no salir de mi casa. No sé si quien lea esto (si es que alguien algún día llega a leerlo) ha pasado una navidad en Nicaragua, pero si la pasan fuera de su casa, si salen a caminar a los barrios e incluso a los residenciales, alternando, si tratan de entender cómo está pasando la navidad cada familia por la que pasan, quedarían con unas muy sinceras ganas de pegarse un tiro en el estómago y seguir caminando, asomándose por las ventanas, por las puertas abiertas hasta morir en un incendio de asco y horror.

Luego de salir de una de las librerías del Huembes, cargado de libros, caminé hasta la sección de las comiderías en busca de un Baho. Comí despacio mientras ojeaba una de las novelas que acababa de comprar. Cuando terminé mi comida el sol ya se había puesto, su última luz se vertía en un remolino de oscuridad morada y leve que parecía crecer lentamente desde el este, pero que era repelido por la luz de los tubos blancos que colgaban del techo de la comidería. Tenía que irme antes que oscureciera.

Llegué a mi casa ya cuando una noche colosal se levantaba por el este. Me acomodé en un petate de la sala y leí hasta caer dormido. Al día siguiente me levanté muy temprano y me subí en una ruta cualquiera para leer por un rato. Me bajé y tomé otra para seguir leyendo. Luego de una hora y media o dos, en las que tomé unas cinco o seis rutas al azar, me encontré en la esquina del Cine González, cerca del Malecón. Decidí leer un rato en el parque Rubén Darío, rodeado de arboles y huelepegas que surgían de las tumbas de Carlos Fonseca y Santos López, con el Teatro Nacional a mi espalda. Después de un buen rato encendí un cigarro y me dirigí al malecón.

Mientras me acercaba a la concha acústica advertí una densa polvareda que quedó suspendida en el aire tras el paso veloz del jeep de Acción 10. Se detuvo junto grupo de curiosos que gritaban y señalaban la costa del lago. Cuando me acerqué apareció el jeep de 22/22 y poco después el de Noticiero Independiente. Me sumé a los curiosos y vi cómo los flashes de las cámaras ungían de luz el cadáver que unos meseros habían encontrado intacto y fresco flotando en el lago. La muerte no había ocurrido hace más de seis horas, según declaró uno de los para-médicos al noticiero. Se trataba de una mujer de unos veintiocho años, pelo negro y muy enmarañado, totalmente desnuda, con una complexión física no muy común en una mujer de esa edad. La policía, que llegó unos quince minutos después que las unidades de los noticieros, dictaminaron que el cadáver no presentaba señales de violación o de violencia de ningún tipo, y comentó que si esto hubiese ocurrido en cualquier otra playa, y no en una del Xolotlán, uno hubiese pensado que se trataba de una bañista que simplemente se había ahogado, como algunos bañistas suelen hacer, pero que definitivamente nadie en su sano juicio se bañaría en las aguas contaminadas del Xolotlán, a menos que quisiese morir o que hubiese estado completamente drogada, lo que más tarde, gracias al examen del médico forense, fue descartado. La escena me produjo una especie de vértigo, y me marché a mi casa.

Para esos días había tomado vacaciones del trabajo, pues estaba inmerso en la lectura de dos novelas bastante extensas. Esa noche cené en una fritanguería. Releía el segundo capítulo de una de las novelas, donde un muchacho de Dublín caminaba por la playa con un bastón de fresno y con los ojos cerrados luego de salir de su trabajo en una escuela; avanzaba pendiente a cada sonido, a cada aleteo de tiempo y universo, hasta que advertí el televisor del local, donde pasaban un noticiero de nota roja.

Una reportera informaba que en las costas del Lago Xolotlán, a unos doce metros de donde el cadáver de una joven no identificada había sido encontrado esa misma mañana yacían los cuerpos de dos hombres, de cuarenta y pocos años uno y de más de sesenta el otro; a unos seis metros de esos cuerpos se encontraba un tercer cadáver, el de una niña de unos ocho años. Los tres, de nuevo, completamente desnudos y sin rastros de violencia física, con claros cuadros de asfixia por sumersión. Luego, un hombre que se identificó como habitante del sector aseguró ante las cámaras que se trataba de miembros de La Manada, que a él no lo engañaban esos jodidos, que no le cabía duda y que él era de los pocos de la zona que sabían de su existencia. Cuando le preguntaron qué era La Manada, dijo que no estaba seguro, que podían ser almas en pena, o monstruos que parecían gente o gente que se comportaba como monstruos, una manada extraña que había aparecido por la costa del Lago hace un mes o menos, cuando se empezaron a perder perros y gallinas. Cuando la reportera le preguntó qué era lo monstruoso, dijo que “no eran monstruoso, sino raros, como animales que andan desnudos, siempre juntos, que duermen donde los encuentra la noche, que cazan en grupo, cortan frutas y pescan con lanzas que son ramas o palos afilados que dejan tirados cuando se van del lugar; roban cosas pequeñas y sin valor que también dejan tiradas, no hablan ni tienen pertenencias, y que cogen, perdón, hacen el... el... el sexo pues, ahí frente a todos y sin ninguna vergüenza, y a veces son tres o cinco varones con una sola mujer o tres mujeres con dos varones o tres mujeres y ningún varón”. “Entonces usted asegura que ha visto animales o monstruos o almas en pena cazando y apareándose en las costas del Xolotlán”, señor, dijo la reportera entre risas. El hombre pasó un momento difícil antes de volver a responder. Al final, cuando vio que nadie lo tomaba en serio simplemente dijo algo entre dientes, algo como “sus madres hijueputas” o como “hijuelagrantrescientasmilputas”, y se marchó.

Esa noche no pude leer.

Me dediqué a pensar, pensar por cuenta propia como hace mucho no lo había hecho. A pensar a la deriva en un mar de agua y corrientes violentas, distinto a los mares o lagos artificiales, con marejadas de placas metálicas o de placas de hielo que se mueven con un orden, obedeciendo siempre a un principio estético, a meros artificios. Me encontraba esa noche en mi propio mar salvaje, brutal y proteico; un mar de hielo en el que tenía que esquivar grandes bloques con inscripciones ineludibles.

Cuando la noche se ponía por el oeste, como diluida en un resplandor que iba volviéndola rosada en el cenit y cada vez más amarilla en el horizonte opuesto, donde las estrellas sobrevivientes estaban apretadas, como buscando el amparo de los cerros, salí de la casa y vi unas pocas nubes delgadas que pululaban en el cielo como sonrisas de gato. Salí a caminar, esta vez sin ningún libro. Calculo que eran poco mas de las cuatro y veinte de la mañana. El sol salió, o lo advertí, luego de una hora, cuando ya caminaba cerca de la Loma de Tiscapa. Managua a esas horas es una cosa completamente distinta; un animal en metamorfosis, una ciudad que ronronea en la crisálida del alba. Pasan unos cuantos taxis con las luces encendidas. Alguna gente cruza la calle. Un señor en silla de ruedas. Tres mujeres que tampoco han dormido. Hay rocío en las hojas secas, en los alambres del enmallado. Un taxi se detiene y la ventana me devuelve mi reflejo, el de un extraño: la piel renegrida y hendida en dos cuencas profundas, lamiendo la calavera, ojos de demente y la maraña de pelo con las formas del viento.

Apoyé los brazos sobre el metal frío de la malla y perdí la mirada en la superficie de la Laguna de Tiscapa. Luego de diez minutos aparecieron los primeros cuatro. Nadaban por la Laguna y luego desaparecían entre los matorrales. Luego advertí a una mujer y un niño que se bañaban cerca de la orilla, cuatro más dormían a pocos metros. No lo pensé mucho y decidí bajar.

Crucé por un hueco que había en la malla y empecé a descender con cuidado, apoyando los pies en las raíces más firmes y agarrándome de las ramas y las raíces que sobresalían de la tierra. Luego de unos pocos metros escuché un rumor que ascendía rápidamente hacía mi. Casi de inmediato surgieron de los matorrales. Eran dos mujeres y un hombre, totalmente desnudos. Me detuve y traté de hacerles entender que mi presencia no representaba ningún peligro. Saqué un trozo de carne cocida que llevaba en el bolso y lo puse en el suelo. Lo miraron y luego me miraron con atención. Yo retrocedí un poco y una de las mujeres se acercó y cogió el trozo de carne. “Un regalo”, dije, y traté de decir lo mismo con mis gestos. Las piernas me temblaban y tenía las manos empapadas en sudor. Ellos lo sintieron. De pronto sentí cuatro brazos que me sujetaban de los tobillos y de las piernas. Ya tumbado en el piso rodé un poco hasta que vi un área de cielo de un azul descomunal que varios cuerpos desnudos fueron ensombreciendo. Sentí un golpe y perdí el conocimiento. Cuando desperté, ya me encontraba en este cuarto oscuro que alguna vez fue un calabozo. No sé cuánto tiempo ha pasado, pero al menos conozco un poco más sobre La Manada.

Huele a mierda, basura y humedad. Hace quizá un día advertí que todo estaba oscuro, pero no cerrado. Por varios minutos palpé las puras tinieblas hasta que sentí la cantera gastada y mohosa de lo que supuse era una pared. La seguí hasta encontrar un hueco, una salida. Advertí que estaba en un pasillo o túnel pues la distancia de pared a pared era muy corta y tenía que andar en cuclillas. Seguí avanzando, con los ojos bien abiertos entre la oscuridad total, hasta que tropecé con un cerro de bolsas, hojas y ramas; luego volví a tropezar con algo que sonó como un montón de huesos. Me apresuré y anduve buen rato, perdido seguramente, entre interminables pasillos y túneles que se conectaban, hasta que divisé un resplandor, un haz, o un tubo de luz, que entraba desde una altura que yo nunca hubiese sospechado. No me han quitado mis pertenencias (mi lápiz y esta libreta); el haz de luz es suficiente para escribir e intuir todo lo que se mueve en estos calabozos de Tiscapa, donde el tiempo está como empozado. Esta es la última página que me queda y las fuerzas no me dan para más. Quisiera pensar que nada existe fuera de este huevo de luz (que cabe en mi mano). Quizá mañana sea uno de ellos o, quizá, me convenza de que nada de esto es cierto.

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